Por Marco Martínez*
Díganme cómo no iba a estar cabreado. Luego de casi dos años por fin el canal 2 iba a transmitir una nueva temporada de Los Simpsons (en televisión por cable iban dos temporadas adelante) y cuando me disponía a descubrir los encantos y tesoros de un capítulo totalmente inédito para mí llega Héctor y me pide que lo acompañe.
Ando con Bruno. Nos vamos de safari.
Me opuse con firmeza. Ni siquiera sabía qué era eso de irse de safari . NO. NO. NO. NO. NO. Cuando me di cuenta estaba yo subido en el carro de Bruno viéndole parte de la cara en el espejo retrovisor, camino a no sé dónde y para colmo ya medio borracho.
¿Qué es eso del safari?
Ya le vas a ver. Ya le vas a ver.
Estuvimos dando vueltas horas de horas, piropeando a cuánta niña bonita se nos cruzara, primero por Alborada y Sauces y luego por Urdesa y la Kennedy. Además de coca, había suficientes tranquilizantes en el carro como para ponerse una distribuidora farmacéutica. Bruno, al que todos llegamos a conocer por Ramón, tenía ya tres años entrando y saliendo de las clínicas de rehabilitación y se había escapado de la última clínica atacando al guardián con un cuchillo de mesa, dejándolo atado en una silla como se ve en las películas; él contaría que era un tipo medio físico culturista que tenía una 38 en el cinto, pero Héctor sabía la verdad: el guardia era un tipo maduro que se había quedado dormido y al que Bruno amarró sólo por molestar. Era un man demasiado drogo, y había prometido no sé cuántas veces dejar de usar sustancias prohibidas. Si lo mismo le da fumarse un bate que inyectarse cocaína. Sus padres, concientes de que Bruno no tiene remedio, decidieron subsidiarle sus extravíos. Para que te despejes, mijo, le había dicho el papá mientras le ponía seis mil dólares en la mano y por eso ahora andaba recorriendo el país en su Mercedes antes de irse para el Caribe. De eso ya hacían como cinco meses, pero había regresado a Guayaquil por una pelada y aprovechó la ocasión para irse de safari con su nuevo amiguito Héctor. A la una de la mañana íbamos por el Punte 5 de Junio a 120 kilómetros por hora.
Hoy tengo ganas de algo más exótico –repetía a cada rato Bruno-. Algo más tierno.
Ya vas a ver qué es el safari -decía Héctor.
Una línea de coca laceraba mis mucosas. No tenía ni idea qué podría ser irse de safari, pero sí sabía que tenía que ser alguna porquería.
Ahí está, con otro pelado- dijo Héctor, señalando a unos niños indigentes que arrastraban con esfuerzo dos mochilas llenas de fierros.
Posi.
Intempestivamente, sin preámbulos ni introducciones, sin diálogo o intercambio de señas o protocolos de saludo, se suben al carro dos niños cuyos rostros son una colección anárquica de rasgos mal dibujados: un cráneo rapado a mate lleno de gruesas cicatrices purulentas, un tabique desviado, las cuencas de los ojos vaciadas, unos puntiagudos dientes negros desiguales. De golpe lo entendí todo. Algo me había insinuado Héctor a veces, pero asumía que eran únicamente fanfarronadas. En el segundo siguiente los niños ya estaban sin ropa y empezaron a desvestir a Bruno; se notaba que esto no les era desconocido porque sus movimientos eran precisos, mecánicos a fuerza de repeticiones. Lo siguiente fue el nervudo miembro de Bruno penetrando el enmierdado ano de uno de los rapazuelos –dilatado, negruzco, hermoso, con pequeñísimos costras de sangre pegadas-; después los quejidos, el placer disfrazado de suplicio; el dolor que muta en regocijo, en satisfacción absoluta. Una boca infantil de labios gruesos y reventados lacta diligente otro falo, el de Héctor, que se ha quitado el pantalón quedándose en camiseta y hay un hedor a sexo sudado encerrándose dentro del carro y ahora la misma boca, otro falo embarrado de estiércol, el mismo recto atravesado, la cara de orgasmo de Bruno, el olor a cemento de contacto, a semen y parece que uno de los niños es por primera vez sodomizado porque sangra mucho, muchísimo, dejándole marcas de sangre en el pene a Héctor. Al ratito, un olor a semen distinto -un suspiro diferente-, casi a lejía, aplaca el olor a sangre. Alguien -ya no sé quién, creo que Bruno- me baja el cierre y me desabrocha el cinturón, pero me desembarazo y me refugio en la parte de atrás del carro. Desde ahí, cuando vuelvo a verlos, todo es muslos, barrigas abultadas, torsos planos, genitales revitalizados por la patología, unas gotas de semen que caen sobre una herida abierta, ojos desorbitados hasta la demencia. Yo también tengo los ojos abiertos, muy grandes, el pulso acelerado por la inmundicia, y Bruno me pregunta que por qué no me uno, que qué hago ahí atrás escondido, masturbándome. No sabes de lo que te pierdes, Nicolás, no sabes lo que te pierdes me dice mientras vuelve a eyacular exhalando un jadeo bajito y quejumbroso, ese olor a lejía de nuevo, como a pedo, a grajo, confundiéndose todo en una sola tóxica neblina.
¿Qué clase de monstruos eran estos tipos? Luego del festín llevaron a comer a los infantes a una fuente de soda que se mantenía todavía esa hora abierta. COKY en neón neón. No comieron tanto como me imaginaba –yo no probé bocado-, pero se llevaron varias fundas llenas de comida. Todo eso me parecía aberrante. Hubiera preferido que los bajen a patadas del auto, desnudos, sangrantes el uno, meado el otro, pero eso de darles de comer y regalarles un par de dólares después de lo ocurrido, así como si nada, me parecía más espantoso en sí que el hecho de recorrer la calle por las noches buscando indigentes para violarlos. Bueno, no tanto, pero igual. Safari Club.
Vamos para dejarte.
No dije nada de regreso a casa. Reconocí que me asqueaba más mi falta de contrición que lo que pudiera pasar o dejar de pasar al par de infantes. El camino hacia abajo es largo y yo lo recorría ávido, deseoso, raquítico y débil mi espíritu, más famélico que las exiguas carnes de esos dos miserables. De haber sabido hubiera llevado una cámara, pensé.
*Marco Martínez (vocalista de la banda Abismo Eterno y ex-vocalista de Misterio, ambas de Guayaquil) hace su incursión en la narrativa y sale totalmente librado. El relato que aparece en este número pertenece a su libro inédito Patéticas formas de evasión. Es un orgullo el contar con la participación de este joven escritor que muy pronto -de eso estamos seguros- dará mucho de qué hablar en el ámbito literario, sobre todo por todos aquellos que han experimentado y vivido los rincones más oscuros y siniestros de la subterráneidad.
Narrativa provocadora y extremadamente cruda, que no pasará desapercibida en el entorno ecuatoriano de las letras y la música.
(Este relato aparece también en la edición número ocho de la revista Marfuz)
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