sábado, 30 de agosto de 2008

Las chicas de Jordi




A Jordi Sierra i Fabra, español, periodista rockero de vieja guardia y escritor de una larga lista de títulos, le vengo siguiendo la pista hace rato. No es que haya leído gran parte de su extensa bibliografía, pero lo poco me basta (además no se puede exigir más cuando se habita en una ciudad donde las librerías y por ende los buenos libros -que no necesariamente los conseguimos en ellas- son escasos) para saber que el tipo me ha pegado. Es un escritor que sabe llegar y eso es lo importante cada vez que se agarra un libro suyo.

Lo último que he leído de él ha sido Las chicas de alambre, una novela que en dos escasos días he consumido hasta la saciedad. No he quedado defraudo, tal y como lo esperaba. Ya antes Mis salvajes rockeros me entretuvo, me dio mayor energía para dedicarme con responsabilidad a mi tarea de periodista rockero, y mucho antes (quizás en mis años de adolescencia) Cadáveres bien parecidos fue un descubrimiento que me dio -a pesar de tanta muerte impregnada en las páginas- ganas de vivir. Ganas de ser uno de aquellos rockeros que habían alcanzado la gloria haciendo música, su música, aquella que no pude también lograr, porque mi banda se fue a la eme meses después de grabado el promo casero, que en la actualidad nadie conserva.

Las chicas de alambre. Sí un título sencillo, pero con mucho significado, el mismo que vamos aceleradamente conociendo gracias a la incursión del protagonista: un periodista de revista cuyo propósito es descubrir si una modelo, parte de las tres chicas que hace diez años fueron las top model más famosas en el mundo del modelaje y la farándula y por ende de cuanto país Occidental y Oriental estuviese en onda, continúa viva. Jordi logra con su personaje reportero mostrarnos la frivolidad y desencanto detrás de las pasarelas, las enfermedades que esconden la delgadez de los cuerpos, la madurez alcanzada para sobrellevar la presión y las responsabilidades, y sobre todo el ambiente pútrido al que se ven envueltas quienes alcanzan la gloria del modelaje.

Luego de terminar la última página, en la que el autor advierte que ha demorado diez años recopilando información para redactar finalmente esta obra y que la mayoría de los datos son basados en hechos reales, me ha llegado la imagen Angeline Jolie. Fue una top model famosa, alcanzó la gloria, vivió con frenesí, se entregó al consumo de la coca, de tanto frecuentar con drogadictos y compartir jeringuillas se infectó de sida, su madre la acompañó en el final y contempló cuando la cama donde yacía se empapó de sangre que brotó de su ano, tal vez de su vagina; eso fue todo para ella. No recuerdo el título de la película, pero me impactó.

Jordi no es tan crudo en su narrativa, nos acerca al submundo que habita fuera de la pasarela y sesiones fotográficas, más allá del poster idolatrado que yace en cientos y tal vez millones de paredes contempladas por cientos o quizás millones de jóvenes. Es una historia descomplicada, de narrativa absorbente, con harta reportería, un tanto de amor y mucho de obsesión por parte del protagonista, quien sueña con encontrar viva a la modelo que hace aproximadamente diez años (y luego de que sus dos amigas, y modelos famosas, muriesen) huyó de todo el caos que la rodeaba para encontrar paz o tal vez morir negándose a una cámara fotográfica.

No puedo pedir más. No miento, necesito continuar leyendo a Jordi, quizás en el momento menos indicado logre encontrarme con alguna otra de sus obras (yal y como me ha sucedido con sus libros hallados). Mientras tanto Las chicas de alambre -o por lo menos Vania, la modelo dada por muerta y refugiada en una isla de Latinoamérica- permanecen a mi lado, solo hasta que me enganche a otras historias. La vida y las lecturas continúan.

lunes, 25 de agosto de 2008

Una madre macabra




Me horroricé, no, no fue eso simplemente, sentí mucha ira, pero en el fondo pena por saber que dos niños de apenas cuatro y cinco años eran brutalmente agredidos por su padre (un borrachín al que habría que darle una lección). Eran mis vecinos.

Ha pasado quizás más de un mes desde que vi aquella escena, pero suelo recordarla cada vez que miro a mi hijo sonreír y me repito que jamás seré como aquel salvaje (u otros peores). Tampoco como mi madre, que puede pasar fácilmente de la alegría a la ira con una desesperación asfixiante.

Mi madre. Las madres. Nuestras madres. ¿Cuántos no sentimos un buen golpe emocional o físico de su parte? desde luego siempre el amor volvió a la normalidad el cause familiar, borrando cualquier daño. Pero los recuerdos están ahí archivados y amontonados, siempre estorbando.

Baby blues, una cinta estadounidense de terror, me ha regresado a mi infancia, a la de mi hermano, a la de aquellos miserables niños atemorizados. Todo porque el film narra la historia de una madre que bien pudo ser una de las nuestras, aquellas con depresión post parto, nervios alterados y esquizofrénica. Nadie niega que en nuestro país -así como muchos otros- se ame la violencia. Hemos sido criados (por lo menos una mayoría) con la enseñanza del garrote. Hemos aprendido a punta de nalgadas, cocachos, reglazos (los más consentidos); también a punta de puñetazos, patadas (los menos consentidos); y, cuando la violencia ha sido extrema: cuchillazos, asfixias y balazos.

Y es en esta última lista de agresiones alejadas de la normalidad que se centra Baby blues. La madre en un punto determinado pierde el control de su vida y de la realidad, los resultados: tres niños muertos y uno sobreviviente, huyendo de la casería de la mujer enferma que intenta castigarlo de la única forma sangrienta que ha encontrado.

Cinematográficamente no es una maravilla, hay escenas absorbentes, pero de ahí a que sea una cinta importante de consumir quedan muchos peros. Es quizás ese horror tan común dentro de un hogar lo que la vuelve a ratos interesante, aunque estorben los lugares comunes del cine de terror.

Un film que a muchos hijos con historias de maltratos intrafamiliares estremecerá. Hay terror, sin duda, pero no el que se espera.

jueves, 14 de agosto de 2008

Ese vacío persistente




desearía no saber ahora

lo que nunca supe entonces...

una retrospección

los recuerdos me castigan una vez más

a veces recuerdo todo el dolor

que he visto

a veces me pregunto

qué pudo haber sido...

Anathema, Regret

Recuerdo haber leído que Dylan Thomas en cada uno de sus recitales dejaba confirmada su labor de poeta, que Bukowski antes de subir al escenario prefería vomitar un poco para aplacar los nervios y ser el tipo que era frente a los demás. No puedo ni lo uno ni lo otro. No busco ni lo uno ni lo otro.

Solo es el vacío persistente que está antes y después de leer en público, lo que me marca; esa nada absorbiéndome lenta y desesperadamente hasta prenderme de un cigarrillo (al que ya he dejado en paz y al que sin embargo vuelvo de vez en cuando) o de alguna botella al primer ofrecimiento. No son nervios, menos el llamado pánico escénico. No, es algo más, un absurdo que convive a mi lado, una sensación asfixiante que la realidad no puede aplacar.

Dejaré de leer en público. Quizás sea la solución a no sentirme tan desdichado una vez que bajo del escenario, que los aplausos se apagan, que me sumerjo nuevamente en el asiento en el que estuve antes de partir y salir de mi anonimato poético.

¿Que por qué tan depre a estas alturas de la semana? porque desde anoche que leí en el Banco Central de mi ciudad, el insomnio no ha dejado de agarrarme los sesos y machacarlos cruelmente, porque anoche ese vacío, esa nada, ha vuelto a prendérseme como siempre de las reservas casi agotadas de positivismo (ello explica mi escaso aparecimiento en público). No hubo ofrecimiento de botellas, solo cigarrillos, muchos cigarrillos contradiciendo mi adicción abandonada.

Ahora solo tengo ganas y fuerzas para sumergirme en las voces que brotan de dos parlantes: Anathema, Katatonia, Antimatter, My dying bride, Lucybell…mis lugares comunes, mis esperanzas comunes.

Dejaré de leer en público. Lo cual puede ser que ya esté ocurriendo, porque de las tres invitaciones en estos dos últimos meses, solo me he decidido por la última. Quizás mi despedida. Porque al final de cuentas lo que busco es ser un poeta y no un declamador ni lector frente a un público que espera magia en la poesía.

lunes, 4 de agosto de 2008

Los versos que nos anidan




“Las mujeres duermen con las manos en su sexo”, es una afirmación provocadora, proveniente de una poeta provocadora. Y es que Pravda (2007, Drugos de la naranja) de Andrea Samaniego (1985), es un canto prohibido, un grito ensordecer para cuantos mojigatos aparezcan en su onda destructiva. No es poesía para leer y dejar apaciblemente en un espacio, estrujada junto a otros libros. No. Es poesía para consumir una y otra vez por las distintas lecturas que sugieren sus versos eróticos y hasta transgresores: “descuelgo nuestra araña y la anido en tu sexo”.

Samaniego se adentra en aquella naturaleza humana donde los cuerpos desarrollan su propio lenguaje y las palabras quedan en segundo plano, aunque en su poesía ocurra todo lo contrario, logrando que sean las palabras quienes trasmitan el lenguaje que los cuerpos continuarán: “se impulsa con todos sus brazos y todos / sus años para arrojar la mano inerme hacia un / encuentro con su sexo”. O también cuando nos recrea este cuadro: “Él abstraído en / la / temperatura del coito. / Ella acomodándose la pelvis”.

Pocos serán los lectores que soporten figuras tan chocantes en su poesía como: “(…) después de absorber mil olores; el olfato se muere con la memoria saturada del recuerdo del sexo que por primera, tercera y última vez frotaste contra la quijada.” O cuando revelando sus secretos (que son los secretos del colectivo, encerrados con llave para continuar clandestinos) nos dice: “Jugueteo con los pliegues de mi clítoris, / para que se te pudran los silencios en el / calabozo que dejaste en mi nuca”.

Pravda es un testimonio voyeur: “Siempre me entretengo en el caminar de la / gente que no sospecha que la observo”, y del ahora, que retrata la contemporaneidad en su esencia, más allá de las luces de un escaparate en un centro comercial, un antro de mala muerte, un club privado, una cena glamorosa. Pravda es un poemario que comprueba la labor poética de esta autora, porque hace de la infructuosidad de las relaciones y la convivencia cuadros pausados y reales, capaces de hallar nuestro punto débil y corroernos hasta sentir muchos de estos versos anidándonos.

A continuación algunos de los poemas pertenecientes a Pravda.

Escenario 80
Vuelvo a suspenderme de la palabra fakir, la
tarea de la “maga” a desarticularte,
desarticularme, en minúsculas piezas
de dominó.

Soneto1/3
Hace cuarenta kilómetros
tal vez, antes de que la lengua se me
cayera en tu garganta, hubiese
dicho:
-La mía, la tuya.

Toma 15
Algún día se me ocurrirá pintarte sin boca,
para que ni los silencios se te escapen.