viernes, 31 de enero de 2014

Lo recuerdo en carcajadas




Carcajadas, eso saldría de su boca si me viera en este momento. Carcajadas ácidas. Carcajadas como lanzas, con puntas envenenadas. Carcajadas como murciélagos en forma de libros cayendo en picada sobre mí. Carcajadas fosforescentes apuntándome directo a los ojos.
Entonces lo contemplaría, y le ofrecería una sonrisa de aceptación: me lo merezco. Por la luz, por las miradas, por la expectativa, por el espacio que se va volviendo un mar con oleaje desesperante, que va engullendo viejos y nuevos nadadores.   
Y sí, se burlaría de mi intento de sensiblería, de este enjambre de palabras y punzones. Aplaudiría la ocurrencia, soltaría más carcajadas para decirme que continúe pero con calma y alerta.
Todo porque uno es incorrectamente social, porque no usa corbata, no lee la biblia, ni va a misa, ni visita cementerios ni peluqueras, uno solo anhela volverse mantarraya y leer las olas, corregir corales, rechazar delfines (hermosos y aburridos), juntarse con tiburones y anguilas, porque en ellos, en su ferocidad y estigma, están las perlas de ese mar bravío.
Silencio breve, silencio acumulativo, silencio cuarteado, silencio…y su carcajada nuevamente, estremeciendo paredes, diciendo que la felicidad está en reír a borbotones, en reír sin censura, en reír hasta incomodar.





Su carcajada de no poeta, su carcajada de narrador, su carcajada de editor, su carcajada retumbando en el mar que pensó y creó, en el mar que vivió, en el mar donde se fue forjando autores y títulos, en el mar donde sus historias aún laten, en el mar donde fabular y enloquecer fue lo esencial. 
Sé, que no creería cuanta mentira dijera ahora. Menos exprimirme lágrimas y dramatizar un poco. Esto detendría sus carcajadas. Todo porque él sabría que en las palabras está el dolor, que en las oraciones más desenfadadas está la ausencia, que uno piensa y siente escribiendo.
Mientras tanto su carcajada me acompaña por las noches, mientras recuerdo y recorro lugares (Telmo, Tigre, Martita) donde compartimos ideas, donde el tema de la edición nos seguía desde la oficina, donde el mar se iba juntando a los vasos que potencializaban nuestras pláticas, donde el libro y la vida eran una fusión interminable para continuar latiendo.  
Su carcajada no se ha extinguido, aún es un eco que como ola choca contra el mar, aquel mar en el que continúo navegando hasta que decida lanzarme por la borda o algún marinero adelantado me convierta en alimento para peces.   
Con calma y alerta. Su carcajada me habla.
(Texto escrito a propósito del Homenaje a Ubaldo Gil que la ULEAM le realizó el viernes 31 de enero de 2014)

domingo, 26 de enero de 2014

El rito del laberinto





Con Nomenclatura del internado (Mar Abierto, 2013) su autor Freddy Ayala Plazarte (Latacunga, 1983) deja asentado que su trabajo en la lírica no ha sido algo pasajero y coyuntural, sino todo lo contrario, se ha tratado de un discurso organizado y continuado, destacando un universo individual feroz desde su concepción estructural y agotador desde su visión vital, donde la infancia, la paternidad y el silencio han ahondado en su corpus poético.  

En ocasiones mis ojos ocultan
membretes del vacío 
pero una mariposa desfigura el amor en la ventana (p 29)

y el cuaderno sepulta canas del loto  
                                   huérfano de la madrugada
            en la esquina de un teatro
repentinamente dibujo 
                                    el horizonte de un antepasado  

y aunque menos sílabas tiene una sonrisa
agujas circulares prolongan la biografía de una imagen   (p 30)

En esta obra, la voz poética, enclaustrada desde una realidad que mira desde el ayer, que reconstruye con insistencia la deuda de reconocerse a sí misma, que busca con afán una ruptura de su pasado, espía recuerdos y estampas marcadas, aquellas acumuladas en su imaginario donde se reconoce en un presente insostenible.

Y retirarse en algún amanecer de las dimensiones de lo ausente  (p 25)

Y la sombra de un niño es un descomunal silencio en la ceniza (p 27)

Y un lazarillo abandona sus pómulos
en la costilla flotante
está de turno la memoria
pero las pantuflas impiden su despabilada (p 28)

Alrededor de varillas los hombres encogen su antigua infancia
y aún recuerdan  
                          el incipiente kilómetro después del punto (p 34)

Aquí, en estos versos, un laberinto fantasmal de rostros y sentires, es la crónica familiar que late y lastima, que engulle con furia. “Siempre crece la sombra de un ausente a espalda de las muchedumbres” (p. 22), y ese peso es proyección, una que ha resuelto desde el más complejo código delatarse, pero en el disfraz.  

Es polvo también su pensamiento
cubriendo la nebulosidad de un trébol

solamente invadido
por los siglos del cero
diagrama en un ajedrez el lenguaje de la luz  (p 20)


El silencio, la nada, el vacío apoderado de un todo que recorre estos tres tejidos (signo primitivo, óxido y stock) hacen de este libro un rito, rito donde el hombre, que es la voz poética, vuelve a su círculo de la infancia, donde el espacio y los objetos son el laberinto del que no se puede escapar.

A veces mover palabras sobre el fáctico músculo del mar
                         simplificando otro recuerdo luego del atardecer
                                   y quizá hallar una nomenclatura de rostros
                                                            en el destiempo del tiovivo     (p 32)

Aunque la sonrisa de un niño desaparece en los vidrios del océano 
tropiezo donde los juguetes
aún conservan huellas digitales   (p 39)

Y dos canicas en su constante retorno 
                                                                  miden
                                                                  la distancia del olvido  
                                     y dialogar con el mismo horizonte
                                       antes de perder la noción de lo ausente

boca abajo escuchar una muchedumbre de ácaros
                          y arrimado a la cebada 
                                         desprender más rostros ante la fogata  (p 41)

Un hombre detiene su gravedad en un charco
para ver cómo se despiden los astros 
              se sienta en el taburete de ciprés   
                         y concentra sus cejas en el movimiento del fuego (p 44)

A veces en el horizonte la vigilia de los minutos
incinera pensamientos en una capucha   
                         mientras piso el estiércol de un disparo
                                                        exilio la infancia al tragaluz
                                       pretenden los talones atravesar fogatas
             un escarabajo hunde su estertor en la hojarasca (p 45)
  

miércoles, 22 de enero de 2014

Terror y culto desde una habitación



No entren al 1408. Antología en español tributo a Stephen King (La biblioteca de Babel, 2013) posee algunos cuentos imprescindibles dentro de la tradición de la literatura de terror latinoamericana. Zombis, fantasmas, asesinos seriales, seres perturbados, escenarios escalofriantes…toda una amalgama donde el terror y el horror son los protagonistas.
Secretos que no deben revelarse, acciones que no deben realizarse. Todo un culto a la violencia y a muerte, presente en varios de los personajes.  
En esta obra el fantasma acechante de King ronda en los cuentos, a veces como Pennywise, otras como un ser arcano venido de un más allá desconocido, y casi siempre como la idea martillante en la mente del asesino o la niña perturbada, la voz latente y sedienta de sangre.

O contaba que en la alcantarilla de la equina de la iglesia se asomaba un hombre con la cara pintada de blanco y decía que había que tener cuidado porque, a veces, sacaba las manos y atrapaba los tobillos.
(Los Domínguez y el diablo, p. 25)

Y es que tengo un grave problema. En cuanto les tomo cariño a las personas, enseguida regresan las voces y empiezo a imaginar sonrisas repletas de sangre.
(Sonrisas, p. 119)

Después lo vi patalear brevemente en la superficie, tratando de mantenerse a flote, pero enseguida le fallaron las fuerzas y se fue al fondo. Al mirarlo allí abajo, tan quieto, pensé que ya no daba tanta pena, porque en realidad no parecía un perrito, sino más bien la sombra de una araña negra y muy gorda.
(El juego, p. 161)






Hay dos formas de leer estos cuentos: apaciblemente y en soledad, esperando que las historias se vayan apoderando de uno hasta apabullarnos en sus imágenes, pero también aquella poco saludable: escuchando death metal a todo volumen, desde un Canníbal Corpse hasta un Suffocation, este telón de fondo es el propicio para que estos cuentos vayan logrando su efecto insomne.

Había empezado como una leyenda urbana. Y recién después del primer escándalo, después de la primera oleada de incredulidad, mentiras y sangre, habían llegado los cordonamientos y los planes sanitarios.
(La masacre del equipo de vóley, p. 39)

Ella se lo comió a besos.
Él se la comió a mordidas.
Y aunque trató de pedir ayuda, aullar de horror y de dolor, no pudo hacerlo. Elcira Ramírez entendió demasiado tarde que cuando tu propio hijo te arranca la lengua, no se puede gritar.
(Setenta y siete, p. 84)

Nadie sabía que estaba allí. Nadie sabía lo que había hecho. Yo tampoco quería saberlo, ni acordarme, ni pensar en el martillo.
(Los cachorros, p. 199)

Así lo hago siempre: cuando los tomo, les digo que estar sujetos a mí los hará sentirse felices. Así que debe ser culpa de la sujeción: el efecto secundario.
(La gente buena, p. 256)

Pero en este libro no solo convive un terror moderno, donde las vísceras y la sangre a borbotones son los elementos únicos y más apetecibles al momento de construir las historias, no, aquí también habita un terror inclinado a la tradición del género, que va directo a la psiquis de los personajes, a los traumas desde la infancia, a las pesadillas, a las voces del inconsciente que tarde o temprano se apoderan de los personajes, que los hacen realizar acciones perturbadoras y socialmente incorrectas, que van logrando nuevos traumas en otros personajes, que nos van dejando con la sensación de que ese miedo no ha sido gratis, porque ha calado en nosotros: las víctimas.
Como toda selección, mis favoritos son Los Domínguez y el diablo de Mariana Enriquez, La masacre del equipo de vóley de Juan Terranova, Setenta y siete de Francisco Ortega, Sonrisas de Jorge Luis Cáceres, La culpa está en la mano izquierda de Solange Rodríguez Pappe, El juego de Patricia Esteban Erlés, Las islas de Mariana Perezagua, La gente buena de Alberto Chimal, El horóscopo dice de Antonio Ortuño y Los buitres de Rodolfo Santullo.
No entren al 1408, es el libro que todo seguidor de Stephen King debe tener en su biblioteca, hay cuentos que los espeluznarán, historias donde la sangre no solo es el elemento copando todo cuerpo y espacio, sino el justificativo preciso para que las pesadillas continúen tras entrar y cerrar la puerta en esta habitación.