miércoles, 27 de mayo de 2009

Detrás del muro: ellos y nosotros



Veo tu miedo acercarse y alumbrar la noche
Santiago Vizcaíno


“Quisiera creer, / con malicia de chacal, / en este desierto y su palpitante angustia”, versos como estos son los que logran que un alegre día, con programación al centro comercial, algunas chicas cool y muchas risas dispuestas a soltar, se vayan al tacho de basura, allí donde seguramente estarán los desperdicios que alguien (una sombra casi desteñida) hará suyos al final de la tarde, de esa tarde que resulta una devastación de profundo significado.
Así imagino que es Devastación de la tarde (Ministerio de Cultura del Ecuador, 2008) de Santiago Vizcaíno (Quito, 1982) una vez que se ha filtrado en mi interior, después de estrellarme decenas de veces sobre ese muro que resulta la frontera hacia esa otra realidad, a la que su autor nos acorrala con imágenes estremecedoras:

A veces,
como si estuviéramos vivos,
caminamos hasta el muro,
y es un triste espectáculo,
de espantapájaros al sol.

Pero algo nos detiene al acercarnos,
una fuerza promisoria,
y volteamos, amodorrados,
miserables espantapájaros al sol. (Pág. 24)

Poemario sobrecargado de impotencia, donde la voz poética se vuelve el ojo espectador cuyo registro sólo muestra sin actuar, aquella cotidianidad que no puede estremecer más de la cuenta:

Ciertamente,
estamos habituados a lo infame,
a esa trémula mirada de los desposeídos,
pero ¿hay algo racional en esta aldea cadavérica?
¿Hay algo humano en ese niño manco
que se recuesta sobre su inmundicia? (Pág. 34)

Porque la urbe es el epicentro, la urbe la aniquiladora máquina que regurgita en cada esquina trozos de vida sin esperanza; mientras del otro lado las obras casi perfectas contemplan indiferentes, a veces con temor, hacia el lugar del desperdicio:

Yo ofrezco mi pupila,
mi pierna derecha,
pero alejen de nosotros la memoria,
esta picadura en el vientre,
este tatuaje. (Pág. 27)

¿Por qué recordar todo aquello que nos pueda entristecer? ¿por qué no mejor ver hacia el sitio colorido e hipócrita al que nos hemos acostumbrado? ¿por qué no dejar el dolor regodearse en más dolor junto a sus complicados? ¿por qué ceder al masoquismo y dirigirnos al otro lado del muro?:

Alguna de estas noches,
lograré atragantarme con mi llanto;
dejaré de ser esta voz enferma;
ocultaré mi rostro en la arena
y obligaré a dormir a mis fantasmas.

Mientras tanto,
así me quedo,
hurgando en la herida de mi mundo. (Pág. 32)

Devastación de la tarde no es un poemario más enfrentándose a la truculencia social, reclamando por la inequidad, por todos aquellos que ven desde su lado sombrío de vida hacia el edén prohibido. Vizcaíno ha visto el espacio desgarrarse en dos, siendo atravesado por un muro subjetivo que habita en cada uno de nosotros: los de allá y los acá; los mejores y, quizás, los peores; los ilusionados y desilusionados. Todos aferrados a una parte de aquel maniqueísmo implantado que el poeta nos recuerda, sólo para gritarnos que tal vez aquellos trozos sin esperanza sean el producto casi perfecto y los otros no:

Cada uno de nosotros
tiene el olor de las amapolas cuando se abren,
la respiración de un ojo desorbitado,
el sentido del odio y el hambre. (Pág. 12)

Y es que el muro como símbolo esclarecedor del poemario (esa separación metafórica de la realidad en una misma urbe) dota a esta obra de fuerza, de impactos y conmoción, tan necesarios de consumir como la cerveza al día del chuchaqui, cuando la realidad nos vuelve a parecer desleal a nuestros sueños.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Jorge Luis Cáceres, narrador de lo macabro





Las distancias continúan siendo muchos puntos en contra para conocer a los nuevos escritores ecuatorianos. Jorge Luis Cáceres (Quito, 1982) hasta hace poco me era un desconocido, ni que hablar de su obra narrativa que no existía para mí. Ha sido gracias a una fugaz visita en la capital y el intermedio de otro escritor que he podido crear el nexo.

Desde las sombras (El Conejo, 2007) la primera obra de este autor, es un compendio de siete cuentos enmarcados -como su título lo sugiere- en historias marginales, en, desde y para las sombras, que nos acercan a morbosas, sangrientas y desesperanzadoras tramas. Cáceres escarba en la problemática del lumpen, revela verdades ya reveladas, usa argumentos ya usados, su objetivo: enfatizar mediante la literatura en el mal que nos rodea y asfixia.

No todos los cuentos son piezas, que desde una lectura personal, puedan destacar, pero Mis quince, El viaje y El retador son los cuentos que salvan la obra, en ellos se da la espalda al libro mismo, se logra ir más allá de lo que el autor se ha propuesto en el cuerpo narrativo.

“Mi vida fue marcada por los golpes desde muy niño, mi padre fue mi primer rival, aunque en aquel entonces era como pelear contra un gigante”, nos dice uno de los personajes de El Retador, tan a lo Bukowski en Hijo de Satanás, tan envuelto en sí mismo, en ese ahora que reclama su paso lejos del lodo en el que se encuentra.

Muy ligado a esta línea temática se encuentra su segunda obra La flor del frío (El Conejo, 2009) que en sus diez cuentos -con tres de ellos publicados anteriormente en su obra antecesora: La herradura del Diablo, Mis quince y El rey de bastos- se presenta como un libro mejor elaborado, con personajes más cercanos a nuestra realidad y a nosotros, sin tantos estereotipos volviéndolos comunes.

Quito es el escenario, la ciudad que regurgita historias ligadas a la crónica roja, con personajes sombríos desenvolviéndose macabramente en sus papeles, con la muerte de sombra acompañando callejones, barrios y casas lujosas. Esos son los ambientes que Cáceres ha elegido para retratarnos la demencia que convive alrededor de nosotros, para restregarnos las historias aisladas de todos los días y a las que preferimos ignorar hasta que aparecen en la prensa o dentro de una pantalla.

El cuento que da título al libro es uno de los más apabullantes, allí se comprime el horror sintetizado de toda la obra, allí sus personajes obsesionados con la grabación de películas de peleas y asesinatos de indigentes, son la excusa necesaria para dejarnos asolar por el ideal de violencia que vive en el libro. Porque “¡Quién dijo que era difícil filmar asesinatos reales!”.

La flor del frío no es sólo un libro más que trata de asesinos, fracasados y sometidos; es el libro que rechaza el amor, que le huye por infame. El que acepta la alegría materializada en los cadáveres que son parte del equilibrio de la justicia, sangrienta pero justa, desde cada uno de los personajes.

martes, 12 de mayo de 2009

El Quirófano, continuando en la marcha




El Quirófano, la revista literaria guayaquileña que hace un buen tiempo el poeta Augusto Rodríguez decidiera crear, ha llegado a su sexto número, número que ha sido uno de los más esperados por quienes le hemos seguido la pista a este medio.
Dieciséis páginas parecería poco para concentrar información necesaria, pero lo logra. Esta edición está dedicada en su totalidad a la poesía, así lo deja entrever la introducción que escribe su editor, para pasar a las muestras poéticas de Tyrone Maridueña, Alex Morillo, Salomón Valderrama, Chrintian Ahumada (artífice del blog El rincón de el diablo) Paolo Astorga (promoviendo la literatura mediante su web Remolino) Horacio Mendoza y Mili Valdés.
Fernando Nieto Cadena nos recuerda la importancia de la obra póstuma pero vigente de Carolina Patiño (1986-2006). Así como las entrevistas a Sonia Manzano y Gonzalo Rojas nos acercan al compromiso que llevan a cuesta los poetas con su obra. Por su parte Santiago Páez alienta a los escritores de literatura fantástica. Finalmente Pedro Gil nos lleva de paseo por uno de los centros de rehabilitación para alcohólicos en el que desarrolla la historia de su cuento.
Dieciséis páginas parecería poco para esta revista, pero no lo es, su editor ha sabido concentrar lo necesario para demostrarnos que más allá de la lista oficial de escritores existen también los otros: inéditos, sin agente literario, publicando en la web...jóvenes y subterráneos, pero con esperanza, mucha esperanza acurrucada en su trabajo.

lunes, 4 de mayo de 2009

El oficio de un viajero masoquista






No parecía un hombre que ocupaba un espacio,
sino más bien un bloque impenetrable
de espacio en forma de hombre

Paul Auster


Las palabras chocan en mi rostro y orejas, las siento escurrirse en mis oídos, pero se diluyen. Sé que Diana, la joven y pequeña narradora que va a mi lado, me cuenta múltiples historias entrelazadas, cuyo inicio ha empezado dos horas antes en Manta. Soy un viajero anestesiado que piensa en Anathema, en que pronto estarán en el país, en Quito, la misma ciudad hacia donde nos dirigimos.

Anathema es mi punto reforzado para no desmayar dentro de la furgoneta en la que diez voces más orquestan una desafinada serenata biográfica y personal. Mientras pienso en Anathema, en lo poético de las canciones de los hermanos Cavanagh, en que no estaré ahí cuando se desgarren sobre el escenario, sino pronto, en un ahora sin complacencia.

Soy el ojo sobre la carretera, el ojo sin pestañar que agrupa parajes, muecas, desolación y soledad. Mucha soledad impregnada entre fango, neblina y más carretera. Viajo entre poetas y narradores: la nueva camada manabita, las nuevas voces, los nuevos gritos, los nuevos rostros, los nuevos. Allá, en la ciudad capital -imagino-, los esperarán los breves reconocimientos, los interminables flashes de las cámaras fotográficas, los lentes fijos de las filmadoras, las miradas escrutadoras de otros espectadores.

Silencio.
Atrás mío hay una daga.
No quiero despertarla.
Anda seduciendo corazones.
Se hunde en ellos sin compasión, inventa un nuevo dolor.
Llueve sangre.
Y la gente se convierte en gallinazos.

Recuerdo de Yuliana Marcillo, quien prefiere olvidar que es poeta y creer que se es alguien común y corriente dejándose llevar por el desquiciante ritmo de un regetón, una salsa, un merengue, o entregarse a una lloriqueante bachata o balada corta venas y salpica mocos. Le creo, porque la veo retorcerse detrás de mí, en su asiento-calvario de ocho horas. La música es su escape. La música sería mi escape.

Otro yo, en otra página
Roberto me dice que para ser una crónica exageradamente creíble (sí ¿acaso esto no ocurre todos los días en un mundo común, en un país común, en una ciudad común?) y medio atractiva al lector, no está completa, falta lo esencial: el motivo por el que los poetas y narradores van en una furgoneta hacia Quito.

Porque hasta donde él recuerda se salió de Manta con el fin de presentar la obra Soledumbre (publicada por Editorial Mar Abierto), cosa que ocurrió a las tres de la tarde en el Museo de la Palabra del Ministerio de Cultura del Ecuador, en Quito. Allí los escritores Jorge Luis Cáceres (narrador) y Paul Puma (poeta) fueron los encargados de analizar la obra, cada uno a su manera y cada uno aportando una lectura desde su individualidad como creadores literarios.

Intervendrían también Ubaldo Gil (director de Mar Abierto) Pablo Salgado (Asesor del Ministerio de Cultura) Medardo Mora (Rector de la ULEAM) Damián Gil (guitarrista) y los poetas y narradores: Yuliana Marcillo, María del Carmen Zavala, Monserrate Delgado, Verónica Sánchez, Diana Zavala, Ernesto Intriago y Pedro Gil. Todos ellos disertando desde sus oficios: el primero dando a conocer sobre la editorial que dirige: sus logros y constantes luchas por difundir el pensamiento manabita y ecuatoriano; el segundo recordándonos que la “cultura ya es de todos” y que los proyectos, concursos y becas a escritores son una realidad; el tercero reconociendo la labor de la editorial universitaria, del taller literario y del fruto logrado en Soledumbre; el cuarto interpretando tres piezas clásicas de guitarras y los quintos leyendo sus obras.

Lo admito, no soy el cronista que había imaginado, le digo, con toda la calma jamás concentrada en mi historia.

Ese yo, el que perdí pero encontré
Si te ofende mi verdad,
Toma en cuenta que estoy muerta.
Y los muertos no tienen corazón,
No tienen alma,
Son sombras al andar.

(No tengo corazón -Marcillo me acompaña nuevamente-, lo escupí por la ventanilla, cayó en el abismo de la cordillera que nos invita a un sacrificio. Debería regurgitar palabras obscenas, asquerosas, irme contra el chofer por la ofensa musical que no repara en detener, irme contra la felicidad de todos, irme contra el acantilado y llevarme a todos, que el pensamiento de Anathema me acompañe mientras la furgoneta se achichara violentamente y poetas, narradores, chofer y una sombra se vuelven trozos de carne apaciguados.)

Diana continúa hablándome, pero sigo sin entenderla, lo mío es una peste inglesa, una maldición compuesta por cinco rostros masculinos y uno femenino cantando dentro de mí Lost control, Underworld, Deep, y muchos otros lamentos adictivos.

El final del recorrido pronto llegará. Quito frente a nosotros nos recuerda a Soledumbre, los recuerda a ellos, el que deberán pararse frente a desconocidos para compartir sus palabras. Escucho al unísono todos los corazones literarios palpitando incesantemente. Quisiera llegar, hacer mi parte, fumar algunos cigarrillos y dejar que la noche me pierda fuera del espacio.

-A nadie se le ocurra ir al baño, porque el carro no se detiene hasta llegar a donde vamos. Es lo primero y último que digo. Y eso basta.