lunes, 21 de mayo de 2007

Acerca de los dos últimos libros de Fernando Itúrburu







Jamás lo he conocido, pero sí parte de su obra: narrativa, poética y ensayística -¿o será solo periodística?.
Recientemente me hicieron llegar sus dos nuevas obras. La primera un conjunto de crónicas titulado Los patriotas del sur y el segundo texto una recopilación de seis entrevistas a escritores ecuatorianos llamado El eco de un tambor. No quise dejar de comentar estas obras, así que ahí mi lectura:

El eco de un tambor
Empiezo citando a Miguel Donoso Pareja que, tras la pregunta de a qué deben estar alerta los escritores, responde: “...hay que estar atentos siempre a cuando la escritura se vuelve fácil, porque eso significa estereotipamiento (amaneramiento, acartonamiento), y hay que huirle a eso”. Partiendo de sus palabras nos encontramos en un país –literariamente hablando- saturado de escritores irresponsables, capaces de publicar cuanto escriban y no cuanto valor posea.
Donoso Pareja y el resto de entrevistados (Carlos Eduardo Jaramillo, Fernando Cazón Vera, Fernando Nieto Cadena, Jorge Martillo Monserrate y Edwin Madrid) nos muestran ese entorno de las letras, donde la envidia, mezquindad y arrogancia han y continúan siendo características eternas en escritores que han alcanzado espacio y algo de notoriedad, ya sea por el valor de su obra o por la simple escalada y posicionamiento en cargos públicos (culturales les solemos decir); lo que ha ayudado a que muchas de nuestras “vacas sagradas” –muchos sin el menor talento para respetarlos como escritores- acorten los espacios, limiten las posibilidades para que nuevos talentos puedan surgir: aquellos que viven y padecen la literatura, y no los que han hecho de ella un simple escalafón para sueldos dorados de burócratas.
Fernando Itúrburu ofrece esa realidad conocida y detestada por todos los escritores que jamás serán siervos del poder, la figuración y prepotencia. Es clara la intención del entrevistador de ser canal para que los poetas –todos en esencia, pero unos más que otros- puedan decir públicamente todas sus verdades y sobre todo exponer sus opiniones: manuales necesarios para jóvenes interesados en la literatura, capaces de entender y conocer el cuento de terror, y no rosa, que es ser escritor en un país como Ecuador.

Los patriotas del sur
¿Cuánto nos puede importar nuestro barrio de adolescencia, amistades, noviazgos, inicio en la exploración de la vida? al parecer a Itúrburu mucho, cosa vital que se encuentra en sus más de veinticinco crónicas con las que se compone este libro: íntimo, tan íntimo que si no se es guayaco o por lo menos haber leído a un par de los escritores que nombra, poco o nada se lo entenderá en las referencias; pero tampoco resulta complicado transitar en cada una de sus historias, porque en el fondo son cada una de nuestras historias, donde volvemos la mirada al pasado para encontrarnos con amigos, enemigos, novias, fiestas, peleas y esa cotidianidad tan de barrio que nos arrincona en la nostalgia de un tiempo consumido. El autor lo dice: “El inconmensurable tiempo hace que uno acuda intermitentemente al mundo de los fantasmas y a sus juegos”. Eso es lo que Itúrburu hace una y otra vez en su libro, para reafirmarnos que las palabras salvarán nuestra memoria.

Invisibles: las historias que no queremos ver





Invisibles (España, 2007) de los directores M. Barroso, I. Coixet, J. Corcuera, F. León de Aranoa y W. Wenders, es una obra que agrupa cinco trabajos independientes pero entrelazados por la invisibilidad a la que se ven arrinconados sus personajes: emigrantes, desplazados, secuestrados, abusados sexualmente y enfermos sin cura.
El documental nos enfrenta al horror de esa realidad que hemos visto solo con ojos de espectadores impotentes –aunque tras finalizada la obra aún sigamos pensando ¿qué podríamos hacer?-, donde las historias comunes, desde cada uno de sus contextos y tragedias, giran en torno a sus recuerdos tormentosos, a ese presente que los atrapa por sus escasas posibilidades para sobrevivir dignamente, sabiendo que en el fondo lo único que ansían todos es paz: interior y exterior, aquella ausente en sus vidas y que ha logrado que los marquen para siempre.
“Pueden vernos, pero no quieren hacerlo” dice uno de los personajes, dejando claro de lo concientes que están de su posición dentro de un mundo de extremos donde la pobreza, violencia e inseguridad, marcan pautas desgarradoras para ellos: individuos invisibles dentro de sociedades cuya vida o muerte poco o nada les importa. Y es que al ser la muerte un elemento degenerador, se vuelve idóneo para los escenarios donde las historias de sus protagonistas enfrentan y develan sus demonios personales, porque cada voz y espectro dentro de los documentales es una muestra individual de ese colectivo afectado y en el que se han centrado los realizadores.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Los versos duros de una poeta irreverente




Quién ha dicho que los poetas sean igual de oscuros como lo aparenta su obra. He tenido la oportunidad de conocer primero a la poeta y luego su poesía –algo que usualmente siempre me ocurre al revés-; ambas me han marcado. En el primer caso la camaradería de Ana -ojo que esto no influye en lo posterior- y en el segundo porque su obra es hiriente (esa es la palabra exacta), corta desde adentro hasta atravesarnos la piel y luego los sentimientos (aunque el orden de las heridas no altera el efecto).
No es la “poeta maldita” que en una primera lectura creí encontrar, pero sí agresiva en cada uno de sus versos, dura en sus planteamientos y cuestionamientos a tanta podredumbre en la que nos encontramos. Su obra no es parte del mundillo figurativo de la poesía ecuatoriana, cargada de pose y todo ese falseamiento de la realidad tan característico en esas señoras y señores (decirles poetas sería continuar en la mentira) que o les publican.
Ana Minga (Loja, 1983) en su primer trabajo poético titulado A espaldas de Dios (Letra mía, 2006) presenta una poesía intimista, cargada de existencialismo, irreverencia y sobre todo una muestra de versos sinceros, regurgitados desde las entrañas de la autora, lo que la vuelve más precisa en sus figuras. Así encontramos poemas que calan dentro del lector hasta volverlo un masoquista -enfrentarse a poesía de este calibre es un tanto peligrosa para los sensibles- sin opción de cambio.
Minga no hace de la poesía una simple excusa para desahogarse, no, lo hace porque es la única forma de enfrentarse a sus muertos y fantasmas, a su pasado y presente –materia prima, barro o excremento del que se vale para sobrevivir su obra que es su vida-, y lo deja claro al decir: “Yo no escribo porque otros escribieron antes de mí. / Escribo porque me enteré que estaba viva / y entonces fui al parque a ver a la gente pasar como palomas” (Pág. 49).
Es una irreverente porque no calla ante su entorno –el de todos para ser más precisos-: esa aberración disparata de la realidad, llena de colmos y desquicios para quien lo debe padecer, pero también sabe que el silencio para estos casos –no siempre- es el más apto, por ello escribe: “Sabemos bien quienes son nuestros castigadores / pero no los mordemos / porque dejaríamos de ser perros buenos / nos convertiríamos en perros con rabia / perfectos “terroristas” vagamundos / para una eliminación con excusa” (Pág. 7). Todo porque aquellos que están tras de nosotros –de usted, lector- esperan el tropezón, ese resbalón para una vez caídos darnos el golpe de gracia.
Un libro que en cada una de sus cuatro partes se vuelve urgente de consumir, tanto así como cuando el disco de nuestra banda preferida ha llegado recién a nosotros y queremos degustarlo una y otra vez hasta que lo sintamos retumbar ahí dentro, en la memoria. Para finalizar unos últimos versos para la reflexión: “¿Cuándo una invocación familiar / nos alumbró el alma? / ¿Cuándo nos impidieron acercarnos a los espejos? / esas puertas que terminan con la magia / e inician con el mundo real. / ¿Cuándo?” (Pág. 19).



YO NO ESCRIBO PORQUE OTROS ESCRIBIERON ANTES
¡No!
escribo porque me tocaron horas raras
en las que uno presiente la muerte
el miedo
eso de quedarse invisible
y suicidarse frente al resto.
Horas en que sabes que naciste para Lucifer
y que como él has de tambalear por el mundo
luego el encuentro con el alcohol.

Yo no escribo porque otros escribieron antes de mí.
Escribo porque me enteré que estaba viva
y entonces fui al parque a ver a la gente pasar como palomas.

Escribo para mí
para el resto.
Escribo una denuncia
un reclamo
unas preguntas:
¿dónde está tu espalda?
¿dónde estamos...?

Escribo aunque sea sólo un existencialismo de esquina.

Escribo algo
porque uno también es el séptimo Juan sin Cielo
el lugar común
porque a uno también lo torturaron.
Dizque por Dios
a uno también le tocó ser un crucificado
una bruja –manzana perfecta- en la hoguera.

Escribo a mis pulmones
a las lunas que caían sobre la casa
al pasto donde por primera y última vez me arrodillé a la noche más negra y larga.
Al viento que anticipaba la danza de buitres
a la flor que hace tiempo murió
a la música que se acuesta a los pies de mi cama
a mi padre que fue un niño
a la pólvora que me empujó al tabaco a la una de la mañana
al grito de no me abandones
a la sangre que obstruye mis venas
a las manos que aullaron como perros sin dueño
al payaso que llora frente al espejo
al papel que en media alba sólo responde verdades
a la foto cuando uno todavía fingía inocencia
a todo lo que me permite alzar esta copa en las tinieblas.

Escribo
no porque otros hayan escrito antes
disculpen mi arrogancia
pero es cierto
yo escribo borracha
unas veces llorando de alegría
y otras gimiendo ceniza.

No escribo por humilde
ni muchos menos para librarme de mis muertos
es decir de mis únicas compañías.
¡No!
escribo porque detesto el olvido
porque no encuentro nada más que hacer en mi agenda:
cajón de ruidos.


VI
Sólo cuando nos obligan a hablar
nos asomamos por los ojos
la boca
las orejas
las manos.

Adentro somos cuervos
nadie escucha nuestro violín
las velas se apagan
en la lengua fluye desnudo un insecto
los pretextos se derrumban tras las columnas

Nos hemos sacado la mirada.


XIV
Te he sacrificado.
La ciudad está desinflada
dos pichones con alas harapientas rezan conmigo.

¡Dios! ¿Qué Dios está detrás de ti?
tus hijos respiran en mi estómago
me los comí de desesperación
al sentir que el espermatozoide
cruzaba los límites de la paciencia.

Perdón
te he sacrificado
como a todos los que se han acercado
mi culpa
es mi culpa
pero de qué me sirve
si el día de los espíritus muertos llega cada mes
me reclaman sus tumbas
quieren ponérselas
y Yo
sólo puedo mirarme los ojos.

lunes, 7 de mayo de 2007

Soy mi cuerpo, esa poesía penetrante




A mi madre, en su día.

No se si fue el reconocido nombre de la autora -a quien había tenido la oportunidad de leer casi todos sus anteriores trabajos poéticos- o el identificarla como una poeta cuya línea erótica es capaz de azorar ante la soledad carnal, lo que me acercó más a su nueva obra, lo cierto es que al internarme en el texto lo primero que hice fue desencantarme por la ausencia de ese erotismo tan particular de ella –por lo menos en la primera parte del libro- y segundo volverme a encantar de su obra, porque Aleyda Quevedo Rojas es una poeta de fuste que sabe como llegar a sus lectores (y cuidado con creer que se me hacen agua los helados) a penetrarlos por cada uno de sus poros hasta saber que lo que recorre la sangre y palpita en los sentidos –volviendo vital al cuerpo- es poesía.
Soy mi cuerpo (Libresa, 2006) es un libro que envuelve y atrapa; la sencillez del lenguaje con la que están construidos los versos -esa compenetración con la cotidianidad femenina hallada en una madre, hermana, esposa o hija- logra una conexión más directa con la obra y la voz poética. Porque el cuerpo se vuelve la materia prima y precisa para que los poemas nos hablen de esa lucha contra la muerte y el tiempo, para sobrevivir al amor que es la vida y a ese otro ser que espera sentir nuestra respiración a su lado.
La autora nos enfrenta de cara con esa premuerte de la que en algún momento todos nos encontramos acorralados, ahí donde la enfermedad del cuerpo se vuelve la anatema de la que solo la familia, los amigos y el amor en su mayor concentración pueden salvarnos. Un verso lo ratifica: “La noche que quería de la vida / fue / a tu lado” (Pág. 58).
Pero no todo es fúnebre, porque la segunda parte del libro remite al lector a la obra de marca registrada de la autora -por lo menos en parte-, aquella donde el cuerpo rebosante de amor y pasión encuentra su mayor desenvoltura. “Juntos en las siete vidas / conocidos gatos / que dan vueltas en una compacta / y amorosa madeja de pelos” (Pág. 70) dice la voz poética.
A pesar de que la voz poética nos hable de esa vana seguridad que encuentra al encomendarse a santos de porcelana –la tradicional idolatría de nuestras abuelas y madres-, queda claro que es el amor y todos los sentimientos capaces de dar vitalidad al cuerpo –provenientes de personas de carne y hueso- los que logran el efecto de rebelarse contra el tiempo y la muerte. La poeta lo sabe, por eso no duda en asegurar: “Perdida / y sangrante voy / por las carreteras enamoradas / de mi cuerpo” (Pág. 83)



PARA VOLVER A MÍ
Mi cuerpo pequeño
cruza límites helados
con la espalda encorvada
y un blanco camisón

Primer aviso
a mi terrible vanidad



SI ESTOY ESTÁ
Mi esposo con sus manos tibias
baña mi cuerpo dolorido
con raíces y hojas de menta

Mientras duermo me mira respirar

Si me alejo
entre las violetas
él me sigue
si estoy está conmigo

Es madero en alta mar
al que me abrazo con amor



DÍAS
Como si nunca
te hubieras marchado
encuentro tu silencio

Viento que pasa
moviendo la espesura
de mis pestañas


EVOCACIÓN
En el sopor de la tarde
miro mi casa llena de fotografías

Las cosas
se desgastan
como el amor que te tuve
o el color de aquellas fotos.



TU OLVIDO
Dos en la cama
olas de sudor y piernas
formando círculos

Ahora
dos
pescados secos

Afortunada noche
cautiva en un mar lejano



jueves, 3 de mayo de 2007

Un grito a todos los que caminan muertos




Ahí les paso el comentario que leyó el colega poeta y borrachín Jorge Osinaga. Por cierto acerca de esas amistades de chupa ahí en la foto de izquierda a derecha Efrén Jurado, yo, Jorge Osinaga, Fernando Escobar (ese sí hasta las patas), y Claudio Du Lac, todos en un antro de Guayaquil en el 2005.

Jorge Osinaga
(escritor guayaquileño)

Las cosas buenas, dicen, siempre están escondidas, alejadas, pero prestas a ser halladas. Alexis Cuzme, con Club de los premuertos, confirma que la nueva y buena poesía del Ecuador está surgiendo desde los bordes, ajena a los tradicionales centros del país y también alejada de los vericuetos indescifrables del ejercicio de la palabra que empeña su entendimiento a una tarea tan complicada como abrir una caja fuerte.
La poesía de Cuzme es directa, sin rodeos, canta las cosas como son: de manera clara y despojada de adornos ridículos. Sin miramientos, Cuzme nos revela en su Club de los premuertos una voz que se niega a aceptar las insulsas masturbaciones mentales del enamoramiento, que le dice un alto a esa estupidez que no se qué masoquista inventó de negarse el uno por el otro, que nos grita por todos lados cómo podemos cometer el crimen de despedir por el inodoro nuestra libertad; en definitiva, el por qué aceptamos morir -con anticipos y en cómodas cuotas- por otro pedazo de carne; y nos muestra a fin de cuentas que no hay que pedir permiso para existir.
Cuzme se libera con sus palabras de lo que él denomina “el sentimiento chatarra”:

No es normal pretender cortar margaritas / en el jardín de la vecina, / escribir cartas a vaginas intocadas, / declamar –a pedido de oídos sensibleros– / versos de Neruda,/ Auden, / Lorca, / Darío / o Cardenal; / mientras mi otro yo / –el de siempre– / desde las sombras escupe y vocifera / con el esfuerzo de pulmones maltratados: / ¡La ternura es una larva que debes pisotear, / rociar con esperma ácida / moscas productoras rondando tu cabeza!

Con una mezcla de verdad, broma y preocupación, un amigo me decía que aquí y en todos lados, el vello del pubis puede halar más que un Caterpillar, y yo digo que también puede ser el más aplastante represor del hombre. Cuzme dice no, y se para firme.
Al final, al leer su obra, nos presenta las dos caras que el hombre debe enfrentar no solo en el amor, sino también en su vida, en su relación con los demás: la represión o la libertad, la entrega o la excarcelación.
Es, en definitiva, un grito; una llamada bien cargada que busca hacernos despertar. La invitación a este Club es precisa: para darnos cuenta si todos somos o no uno de sus miembros.

Guayaquil, abril 25 de 2007.