miércoles, 9 de mayo de 2007

Los versos duros de una poeta irreverente




Quién ha dicho que los poetas sean igual de oscuros como lo aparenta su obra. He tenido la oportunidad de conocer primero a la poeta y luego su poesía –algo que usualmente siempre me ocurre al revés-; ambas me han marcado. En el primer caso la camaradería de Ana -ojo que esto no influye en lo posterior- y en el segundo porque su obra es hiriente (esa es la palabra exacta), corta desde adentro hasta atravesarnos la piel y luego los sentimientos (aunque el orden de las heridas no altera el efecto).
No es la “poeta maldita” que en una primera lectura creí encontrar, pero sí agresiva en cada uno de sus versos, dura en sus planteamientos y cuestionamientos a tanta podredumbre en la que nos encontramos. Su obra no es parte del mundillo figurativo de la poesía ecuatoriana, cargada de pose y todo ese falseamiento de la realidad tan característico en esas señoras y señores (decirles poetas sería continuar en la mentira) que o les publican.
Ana Minga (Loja, 1983) en su primer trabajo poético titulado A espaldas de Dios (Letra mía, 2006) presenta una poesía intimista, cargada de existencialismo, irreverencia y sobre todo una muestra de versos sinceros, regurgitados desde las entrañas de la autora, lo que la vuelve más precisa en sus figuras. Así encontramos poemas que calan dentro del lector hasta volverlo un masoquista -enfrentarse a poesía de este calibre es un tanto peligrosa para los sensibles- sin opción de cambio.
Minga no hace de la poesía una simple excusa para desahogarse, no, lo hace porque es la única forma de enfrentarse a sus muertos y fantasmas, a su pasado y presente –materia prima, barro o excremento del que se vale para sobrevivir su obra que es su vida-, y lo deja claro al decir: “Yo no escribo porque otros escribieron antes de mí. / Escribo porque me enteré que estaba viva / y entonces fui al parque a ver a la gente pasar como palomas” (Pág. 49).
Es una irreverente porque no calla ante su entorno –el de todos para ser más precisos-: esa aberración disparata de la realidad, llena de colmos y desquicios para quien lo debe padecer, pero también sabe que el silencio para estos casos –no siempre- es el más apto, por ello escribe: “Sabemos bien quienes son nuestros castigadores / pero no los mordemos / porque dejaríamos de ser perros buenos / nos convertiríamos en perros con rabia / perfectos “terroristas” vagamundos / para una eliminación con excusa” (Pág. 7). Todo porque aquellos que están tras de nosotros –de usted, lector- esperan el tropezón, ese resbalón para una vez caídos darnos el golpe de gracia.
Un libro que en cada una de sus cuatro partes se vuelve urgente de consumir, tanto así como cuando el disco de nuestra banda preferida ha llegado recién a nosotros y queremos degustarlo una y otra vez hasta que lo sintamos retumbar ahí dentro, en la memoria. Para finalizar unos últimos versos para la reflexión: “¿Cuándo una invocación familiar / nos alumbró el alma? / ¿Cuándo nos impidieron acercarnos a los espejos? / esas puertas que terminan con la magia / e inician con el mundo real. / ¿Cuándo?” (Pág. 19).



YO NO ESCRIBO PORQUE OTROS ESCRIBIERON ANTES
¡No!
escribo porque me tocaron horas raras
en las que uno presiente la muerte
el miedo
eso de quedarse invisible
y suicidarse frente al resto.
Horas en que sabes que naciste para Lucifer
y que como él has de tambalear por el mundo
luego el encuentro con el alcohol.

Yo no escribo porque otros escribieron antes de mí.
Escribo porque me enteré que estaba viva
y entonces fui al parque a ver a la gente pasar como palomas.

Escribo para mí
para el resto.
Escribo una denuncia
un reclamo
unas preguntas:
¿dónde está tu espalda?
¿dónde estamos...?

Escribo aunque sea sólo un existencialismo de esquina.

Escribo algo
porque uno también es el séptimo Juan sin Cielo
el lugar común
porque a uno también lo torturaron.
Dizque por Dios
a uno también le tocó ser un crucificado
una bruja –manzana perfecta- en la hoguera.

Escribo a mis pulmones
a las lunas que caían sobre la casa
al pasto donde por primera y última vez me arrodillé a la noche más negra y larga.
Al viento que anticipaba la danza de buitres
a la flor que hace tiempo murió
a la música que se acuesta a los pies de mi cama
a mi padre que fue un niño
a la pólvora que me empujó al tabaco a la una de la mañana
al grito de no me abandones
a la sangre que obstruye mis venas
a las manos que aullaron como perros sin dueño
al payaso que llora frente al espejo
al papel que en media alba sólo responde verdades
a la foto cuando uno todavía fingía inocencia
a todo lo que me permite alzar esta copa en las tinieblas.

Escribo
no porque otros hayan escrito antes
disculpen mi arrogancia
pero es cierto
yo escribo borracha
unas veces llorando de alegría
y otras gimiendo ceniza.

No escribo por humilde
ni muchos menos para librarme de mis muertos
es decir de mis únicas compañías.
¡No!
escribo porque detesto el olvido
porque no encuentro nada más que hacer en mi agenda:
cajón de ruidos.


VI
Sólo cuando nos obligan a hablar
nos asomamos por los ojos
la boca
las orejas
las manos.

Adentro somos cuervos
nadie escucha nuestro violín
las velas se apagan
en la lengua fluye desnudo un insecto
los pretextos se derrumban tras las columnas

Nos hemos sacado la mirada.


XIV
Te he sacrificado.
La ciudad está desinflada
dos pichones con alas harapientas rezan conmigo.

¡Dios! ¿Qué Dios está detrás de ti?
tus hijos respiran en mi estómago
me los comí de desesperación
al sentir que el espermatozoide
cruzaba los límites de la paciencia.

Perdón
te he sacrificado
como a todos los que se han acercado
mi culpa
es mi culpa
pero de qué me sirve
si el día de los espíritus muertos llega cada mes
me reclaman sus tumbas
quieren ponérselas
y Yo
sólo puedo mirarme los ojos.