jueves, 27 de diciembre de 2007

La poesía entregada al tiempo




Concupiscencia (El ángel editor, 2007) de Siomara España (1976), manabita de origen y guayaca de residencia, ha sido un poemario que lo he esperado con ansia. Me intrigaba conocer este libro, analizar el nivel que posee cada uno de los poemas. Confirmar los comentarios en torno a la obra y su autora. No puedo decir que haya encontrado lo que esperaba, pero casi.

Es un libro donde España pone en evidencia sus preocupaciones vitales dentro de su poesía, ya sea desde el centro romántico, del cual penden muchos poemas, hasta lo social. Poemario para leer con cuidado y pausadamente, dejando todo antecedente a encontrar en la actual, radical y hasta controversial poesía de Ecuador, porque no se trata de poemas que emulen a otros autores de este nuevo siglo. Hay una voz, quizás no tan suya, ni tan madura y menos original, que la autora trata de desarrollar y hacer suya para crearse un camino propio, y eso para todo escritor es lo esencial en su carrera (si es que piensa seria y responsablemente).

Llama la atención que la autora incluya poemas de vieja estructura al inicio del libro (como si mediante este recurso pretendiese devolver a la lírica contemporánea del país esta olvidada forma de escribir versos), porque eso de ver que una poeta ecuatoriana escriba con rima es un caso raro, más si se trata a nivel nacional donde el verso libre se ha impuesto hace varias décadas; no tanto como en ciertas provincias donde la rima y métrica continúan siendo las únicas y limitantes formas de hacer poesía (caso de Manabí y sus legiones de poetas bravos, con más de bravos y menos de poetas).

Por otro lado están los poemas de construcción libre, donde la autora mejora su nivel. A pesar de que no se cuenta con una voz aún para identificar como propia, es claro que la poesía de España no se limita solo a inmiscuir el amor y lo amatorio. No, su poesía pretende llegar al lector desde distintos francos, ya sea como desgarradura afectiva, social o viajera. Pero con el tinte de un beso adolescente: sereno e inocente, con las ganas retenidas de atreverse a algo más.

A pesar de todo hay armonía, un inicio alentador. Y aunque España no pretenda ser una poeta de cabecera, es evidente que se trata de una poeta entregada al tiempo que es decir a la madurez de su obra. Y esa es una esperanza que cada escritor anhela para sí mismo.

martes, 18 de diciembre de 2007

Salvador, el rebelde




Creo que fue a finales del noventa cuando mi hermano apareció en la casa con un libro que le había llamado la atención, no por el título, menos por el nombre del autor, sino porque incluía una partitura que a la semana ya sabía y le aburría repetir (es un guitarrista que toca todo cuanto llegue a sus manos).

El libro no permaneció mucho tiempo con él, porque el título me desconcertó y atrajo desde que lo leí: En la ciudad he perdido una novela. Ese fue mi primer encuentro con la obra de Humberto Salvador, ahora, muchos años después de aquella íntima reunión, vuelvo a encontrar otro libro que, a diferencia del primero, no es directamente de él, sino sobre parte de su obra.

Es triste reconocer que desde En la ciudad he perdido una novela no haya vuelto a leer ninguna otra obra de Salvador, pero no me culpen por vivir en una ciudad donde las librerías no existen y las papelerías, que intentan suplir esta necesidad, no cuentan con los libros que interesaría adquirir.

Obsesiones urbanas (El Tábano, 2007) del quiteño Juan Secaira, es un ensayo que trata parte de la obra de Humberto Salvador, específicamente sus dos primeros libros de cuentos Ajedrez (1929) y Taza de té (1932). Es un texto ágil que en primer momento muestra al hombre e intelectual que vivió en una época en que la afiliación política e ideológica amoldaba a los escritores a temas específicos en pro de una causa (el socialismo), pero también está ese segundo momento donde el autor de este ensayo se adentra en las temáticas abordadas por Salvador, en como el autor analizado se rebela (en cuanto a forma, mas no en fondo) contra la literatura de su tiempo para intentar ir más allá, proyectando desde ese urbanismo demencial que lo rodea, historias de aparente desligadura a la denuncia social, pero que habitan en cada una de las tramas que se desglosan en este libro.

Se trata de un trabajo consistente, tanto en la parte bibliográfica como en los planteamientos analíticos que se hacen. Secaira ha logrado de forma entretenida (quién ha dicho que leer no lo es) ofrecer un libro que a partir de una parte, de la extensa bibliografía que posee Salvador, volvernos privilegiados al ir descubriendo los símbolos, recursos, personajes y escenarios, con los que este autor trabajó para crear una obra que por distinta a lo que se hacía en su década (treinta) no tuvo los reconocimientos debidos para que haya continuado ese sendero creativo (caso similar a Hugo Mayo) que se descubre -y recupera Secaira- en sus dos libros de cuentos.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Excusas para exorcizarse a sí mismo




Soy su herencia enferma, que asesinará sin piedad a sus verdugos.

Augusto Rodríguez

Matar a la bestia (Mantis editores, 2007) es el nuevo libro de Augusto Rodríguez que ha sido editado en México. Esta especie de antología (que en sí no recopila toda su obra poética hasta el momento escrita) recoge varios poemas de sus libros Mientras ella mata mosquitos, Animales salvajes, La bestia que me habita, Cantos contra un dinosaurio ebrio (que fue editado en España, y hace varios meses comenté) y un adelanto de su nuevo trabajo titulado El beso de los dementes, que es en suma el trabajo que más compete comentar, en vista de que de los otros poemarios ya tengo conceptos claros e individuales.
El beso de los dementes -trabajo aún incompleto con el que se cierra el libro- es un adelanto que supera muchos de los otros trabajos de Rodríguez. Se trata de prosas poéticas escritas con madurez, seguridad y sobre todo denotando peso en cada oración que es un verso comprimiendo dolor y rabia. Hay fuerza e intensidad en este adelanto que desde hace varios meses ya se podía leer en una revista virtual.
Hay quienes dicen que el publicar demasiado no hace ningún bien a un autor, menos a un poeta. Quizás se tenga razón cuando se repite interminablemente la obra, pero no cuando a partir de una estética poética se logra traspasar los niveles a los que se creía había llegado el autor. Rodríguez no es un poeta repetitivo. Tiene sus temas recurrentes porque son parte de su universo poético, en ellos transitan y habitan sus fantasmas -que en el fondo solamente es uno- a manera de grito, los cuales le es imposible dejar a un lado: su vida pertenece a ellos y ellos son su poesía.
En El beso de los dementes encuentro una ligadura con su último libro Cantos contra un dinosaurio ebrio (por lo menos los fragmentos que aparecen así lo vinculan): el padre. No se trata de un canto paternalista de toques fúnebres, no. El padre y la muerte son excusas para exorcizarse a sí mismo. Es el látigo con el que se flagela una e interminables veces hasta sentir que la melancolía se vuelve materia prima sobre la cual escribir: “Te confieso, padre, que en ese lugar habita el poema que nunca escribiremos”.
Más allá de que la obra poética de Rodríguez esté llegando a otros países de Latinoamérica y a Europa (España, sobre todo), es la obra de toda una generación de autores ecuatorianos menores de treinta (poetas y narradores) que va ganado terreno fuera de Ecuador, logrando arribar a lugares que hace mucho parecían imposibles.
Desde este espacio felicito a Augusto por esta nueva obra, ahora toca esperar a que se publique en su totalidad El beso de los dementes, que seguro augurará excelentes comentarios de quienes comprueben el nivel a que el autor cada vez se afianza más.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Fahrenheit 451 o como deprimirse en 24 horas





Han pasado casi dos meses desde que conseguí (muy distinto de comprar) la primera novela de Ray Bradbury. Antes de leerla me enteré de cómo y en qué condiciones logró redactarla (las ventajas de tener un hermano obsesivo con lo que lee y que es mejor investigador que uno), y no es que haya sido un factor determinante para que me acercara definitivamente a ella, sino que las otras necesidades interpuestas habían parado por un momento.
Más allá de la apocalíptica historia -aterradora para cualquier escritor- que la trama encierra, es el personaje protagonista, Montag, quien logra tornar a la obra sombría y desencadenadamente interrogativa a cada página. El espejo frente a la cama me ha descubierto lleno de picadas sobre el rostro con formas de interrogación.
Escondo el libro, tal y como el protagonista lo hace con las obras que no se atreve a quemar (la curiosidad de saber qué dicen las palabras y por qué hacen enloquecer a quienes las consumen); aunque nadie venga a quitarme nada. Soy Montag -pero a la vez distinto a él- acomodado sobre una cama, que escucha los ladridos de un perro normal -y no un monstruo de seis patas robotizado acechando con su punzón mortal a que salga de casa- que mañana vendrá moviendo su cola para lamerme. Mi esposa no es la insulsa materialista enclaustrada en la sala frente a tres paredes televisivas, absorbida por el mundo virtual donde es feliz (absurdamente feliz); no, ella pronto vendrá a besarme o a preguntarme qué me pasa. Soy Montag, un Montag del pasado que lee para no morir.
Han transcurrido casi veinticuatro horas desde que inicié y finalicé esta novela. Una sirena viola el silencio de la madrugada. Es sábado y la violencia ha cobrado nuevas víctimas, es eso o quizás la pesadilla de Bradbury empieza a ser verdad, y pronto no será una ambulancia recorriendo aceleradamente las calles con un herido o muerto dentro de ella, sino un desesperado grupo de bomberos en dirección a mí y lo que guardo. Convirtiéndome en un punto al que dirigirán mangueras -sin agua- para quemar, hasta reducir a cenizas, todo indicio de cuanto pueda brotar de mis pensamientos. Soy Montag, un Montag del pasado que lee desconsoladamente: “Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar”.