miércoles, 28 de marzo de 2007

El caótico deber de un espectador





Iwasaki y su Libro de mal amor, los nuevos números de Soho y El Quirófano, me impacientan, alteran mi manía de lector, pero me contengo y continúo: bebiendo café frío, observando el monitor, arremetiendo contra el teclado de mi máquina, creando caos, violando el silencio y oídos de vecinos. Todo para que las dichosas crónicas de cine no se estanquen en la flojera y sea mi pana Andrade, desde su Montaje, el único que escriba al respecto.
Nada emocionante, estas horas de madrugada, puro deber de espectador y cronista “divirtiéndose” en un fin de semana.

Las cartas de Iwo Jima: el invariable desencanto de la guerra
Todas las películas hasta ahora vistas acerca del tema de la Segunda Guerra Mundial, teniendo como escenario la invasión de tropas norteamericanas a la isla Iwo Jima de Japón, han sido enfocadas desde una lectura occidental, Las cartas de Iwo Jima (2006) de Clint Eastwood, lo hace desde el otro lado: el oriental, y a pesar de ser un occidental quien dirige y ofrece esta trama, el largometraje se muestra sobresaliente en cuanto al aprovechamiento del espacio geográfico como por el libreto y los argumentos a los que se recurre.
Un film impactante sobre un tema sangriento y valeroso -los héroes no están exentos- que no desperdicia escena alguna para mostrar -una vez más- los horrores de la guerra, los abusos a los que se puede recurrir con pretextos bélicos y el honor inmiscuido como salvación ante la rendición del enemigo.
Una película que se aleja de cualquier sensiblería infiltrada. El director asume la responsabilidad de mostrar la otra cara de un conflicto, cinematografiado con anterioridad, donde solo los invasores eran quienes padecían, sufrían la muerte de sus compañeros, añoraban la paz del hogar, y ansiaban terminar la masacre en la que se encontraban, mientras que del otro lado (japonés) nada se sabía. Eastwood logra una obra acertada dentro de filmes de trama bélica.

Volver: de fantasmas y asesinas
Cada película dirigida por Pedro Almodóvar asegura una obra de calidad, no solo en el reparto -que suele componerse de sobresalientes actrices, sobre todo- sino de guiones cada vez más asombrosos (hay quienes aún lo seguimos haciendo al espectar un nuevo film suyo). Volver (2006) es un largometraje que mantiene intacto el estilo del director, allí los personajes femeninos enfrentan e invocan a la muerte, a fantasmas inexistentes y la vida en su más desesperante realidad, para ir descubriéndose en sus interioridades.
Un film que además de presentar las excelentes actuaciones de Penélope Cruz y Lola Dueñas, nos acerca a una historia donde el pasado vuelve encarnado en una madre dada por muerta, esposos asesinados en defensa de hijas abusadas sexualmente, y reencuentros dados en la clandestinidad, que logran desarrollar una trama sobria e intensa para todo aquel espectador que sepa valorar el trabajo de este director.
¿A qué recurre una madre cuando se entera que el hijo que espera su hija ha sido producto del abuso sexual del propio padre? ¿qué esperar además si ese padre abusador de hijas traiciona a su mujer con su vecina? Se plantea el director y la solución a la que arrastra a uno e sus personajes femeninos es la venganza, aquella que no borrará los hechos, ni aplacará nada, sino más bien servirá de principio para una película excelente, aquella que Almodóvar ha titulado Volver.

El perfume: historia de un asesino oloroso
Al igual que otros thriller basados en novelas literarias, El Perfume ha sido creada para lograr el interés de quienes hayan leído la versión original -aunque los que no lo han hecho y gustan de películas donde la muerte es el eje, ésta será una buena opción al momento de pararse frente a la cartelera del cine-. Es por ello que El perfume (2006) de Tom Tykwer, que recrea la vida de un don nadie cuya única habilidad es la de poseer un olfato privilegiado que le ayuda a descubrir cada una de las fragancias que encierran las personas, animales y cosas, hasta el punto de obsesionarse con la creación de la fragancia perfecta, es un film hecho para el éxito de taquilla. Si bien no es un largometraje que sobresalga en cuanto a su género, sí ofrece una elegante utilización de los espacios geográficos y vestuario de la época.

Amor en alquiler: otra mediocre producción
Eso de que Angie Cepeda a muchos haya dejado atormentados -babosos y con hartos sueños húmedos- por muchos años en Pantaleón y las visitadoras, es algo solo para el recuerdo, ahora en Amor en alquiler (2006) la colombiana no solo que deja claro que la comedia no es el género que le sirva a su carrera -tal y como ocurre con su hermana en la serie Casados con hijos-. El film en mención es una fallida mezcla entre drama y comedia romántica que no sobresale en nada, pero si se aprecia y tolera a Jennifer Aniston -ella sí encajable en estos papeles- en sus películas más flojas, de seguro este largometraje los divertirá un buen rato, si es que no exigen mayor talento.

Marco Martínez o el Santos Feijó irreverente




Hay un joven narrador guayaquileño que viene trabajando silenciosamente desde hace algún tiempo. Hasta ahora tiene dos libros inéditos Patéticas formas de evasión y El enemigo necesario, dos textos irreverentes, donde drogos, prostitutas, mecos, escritores desencantados y rockeros, forman un todo desquiciante dentro de las tramas.
Pero ¿por qué optar por el seudónimo de Santos Feijó, un personaje travesti del escritor Javier Ponce? Desde mi lectura, porque la sexualidad y vida en decadencia del narrador y personaje protagonista es eso: una postura, pura máscara despistando al lector y al resto de personajes del caos que lo carcome.
Por otro lado está Marco Martínez, el escritor, pero antes que creador literario, músico, vocalista de la agrupación Abismo Eterno (y también ex vocalista de Misterio, otra banda guayaquileña). Martínez, en sus líricas y sobre el escenario, es un fantoche lúgubre, desgarrándose para desgarrar sus dolencias artísticas, o sea un masoquista que vive del dolor y lo usa, es su materia prima para crear.
Dos libros que podrían alarmar a un buen sector literario aún recatado y mojigato del país. Porque la propuesta de Martínez surge desde los bordes, desde una subterraneidad espantosa y deforme, tanto así como para que muchos escritores de “peso” ignoren hasta este momento cada una de las páginas de las dos obras escritas.

Iwasaki, entre el desamor y el humor




Debo escribir mi soledad para siempre, no aguanto más, no puedo más, quiero amarte.
Patán, Mujeres de la noche


Eso de recordar amores frustrados y hacer de todo ello literatura, resulta en una novela el elemento clave para que la historia se vuelva interesante, más cuando el autor logra combinar el humor con todo el desamor posible de invocar, le comento a Noemí, mientras me ve atentamente como queriéndome decir: ¿en qué andas?

Es Libro de mal amor -le digo, enseñándoselo-, de Fernando Iwasaki, un peruano de origen japonés y radicado en España (solo para que sepa lo tricontinental que es el tipo) que en esta obra expone parte de su vida y toda la genialidad y recurrencia como escritor para narrarla como protagonista, con su toque autobiográfico que la vuelve una obra intimista y entretenida, casi necesaria para lectores como yo.

Tranquila, aguantando, me deja pasar esa mientras continúo: resulta que Bryce Echenique no era el único escritor peruano que del humor ha compuesto su literatura, y mira tú que este librito con portada cursi me ha hecho carcajear tanto o más que alguna obra de Alfredo. Y es que desde el título antónimo al famoso Libro de buen amor de Juan Ruiz, conocido como el Arcipreste de Hita, el autor no para en desfigurarse y exagerarse ante el lector que encuentra en él a un desdichado y masoquista -optimista dirá el mentiroso del narrador- buscador de amor, de la dicha de todo eso que se le ha negado. Incluso, orgulloso de la situación de su personaje, el autor escribe: “...a falta de éxito amoroso bueno es el fracaso humoroso, pues el mal amor es garantía de buen humor”, un bacano el tipo.

Novela de intensidad, donde la estructura juega un papel sobresaliente, ya que sus capítulos a la vez de ser parte de un todo -unidos debidamente por el narrador protagonista-, funcionan como si fuesen composiciones independientes -cuentos-, tanto así que no habría problema en leer cada parte por separado. Iwasaki ofrece una obra de excelente refinamiento humorístico que no decae, porque cada personaje femenino -de los diez que aparecen- brinda un nuevo y cada vez renovado desencanto al personaje y mayor encanto a la novela y sus extremas recurrencias, así es asombroso como el protagonista es capaz de transformarse en judío, deportista, patinador, vegetariano, entre otras suplantaciones que, ante la necesidad femenina, debe someterse para intentar obtener el amor no correspondido.

Una verdadera obra justo a la medida de lectores como yo, le repito a Noemí, y todo porque ahí se encuentran referencias cinéfilas, musicales, literarias, que logran identificar a uno con el personaje (solo por momentos, tampoco hay que declarase un adicto al fracaso) hasta encontrar analogías en sus historias con aquellas ocultas que mantenemos, donde el desamor ha sido parte de nuestro curriculum vitae.

Y qué historias de amor frustrado aún no me has contado, ah. Me interroga ella, después de tanta verborrea soltada. Ninguna, le digo, mientras abro el libro y leo: “Si me hubieran besado más a menudo quizá no me habría enamorado tanto”. Y -continúo con la cháchara- puesto que para el personaje su vida amorosa o más bien su vida no amorosa es inocente, sus múltiples dramas se tornan sobrecogedores para el eterno enamorado -sin ningún éxito a su favor- y entretenidas para el lector que espera cada nueva ocurrencia para un fin complaciente, no para el personaje que está condenado, si no para quien lee.

Noemí ha comenzado a vestirse -¿he dicho que estaba desnuda, recién bañada y secándose frente a mí?-, su interior colorido nuevo le ha quedado perfecto. Cierro el libro, me acerco a besarla -después de tanto desamor lo que más se quiere es lo contrario- y recuerdo del personaje: “La gente no cree en el amor hasta que no lo ve en cuerpo presente”. Y mientras acomoda su sostén de randas sobre sus senos, la huelo, recorro su cuello, acudo al amor siempre correspondido.