Debo escribir mi soledad para siempre, no aguanto más, no puedo más, quiero amarte.
Patán, Mujeres de la noche
Patán, Mujeres de la noche
Eso de recordar amores frustrados y hacer de todo ello literatura, resulta en una novela el elemento clave para que la historia se vuelva interesante, más cuando el autor logra combinar el humor con todo el desamor posible de invocar, le comento a Noemí, mientras me ve atentamente como queriéndome decir: ¿en qué andas?
Es Libro de mal amor -le digo, enseñándoselo-, de Fernando Iwasaki, un peruano de origen japonés y radicado en España (solo para que sepa lo tricontinental que es el tipo) que en esta obra expone parte de su vida y toda la genialidad y recurrencia como escritor para narrarla como protagonista, con su toque autobiográfico que la vuelve una obra intimista y entretenida, casi necesaria para lectores como yo.
Tranquila, aguantando, me deja pasar esa mientras continúo: resulta que Bryce Echenique no era el único escritor peruano que del humor ha compuesto su literatura, y mira tú que este librito con portada cursi me ha hecho carcajear tanto o más que alguna obra de Alfredo. Y es que desde el título antónimo al famoso Libro de buen amor de Juan Ruiz, conocido como el Arcipreste de Hita, el autor no para en desfigurarse y exagerarse ante el lector que encuentra en él a un desdichado y masoquista -optimista dirá el mentiroso del narrador- buscador de amor, de la dicha de todo eso que se le ha negado. Incluso, orgulloso de la situación de su personaje, el autor escribe: “...a falta de éxito amoroso bueno es el fracaso humoroso, pues el mal amor es garantía de buen humor”, un bacano el tipo.
Novela de intensidad, donde la estructura juega un papel sobresaliente, ya que sus capítulos a la vez de ser parte de un todo -unidos debidamente por el narrador protagonista-, funcionan como si fuesen composiciones independientes -cuentos-, tanto así que no habría problema en leer cada parte por separado. Iwasaki ofrece una obra de excelente refinamiento humorístico que no decae, porque cada personaje femenino -de los diez que aparecen- brinda un nuevo y cada vez renovado desencanto al personaje y mayor encanto a la novela y sus extremas recurrencias, así es asombroso como el protagonista es capaz de transformarse en judío, deportista, patinador, vegetariano, entre otras suplantaciones que, ante la necesidad femenina, debe someterse para intentar obtener el amor no correspondido.
Una verdadera obra justo a la medida de lectores como yo, le repito a Noemí, y todo porque ahí se encuentran referencias cinéfilas, musicales, literarias, que logran identificar a uno con el personaje (solo por momentos, tampoco hay que declarase un adicto al fracaso) hasta encontrar analogías en sus historias con aquellas ocultas que mantenemos, donde el desamor ha sido parte de nuestro curriculum vitae.
Y qué historias de amor frustrado aún no me has contado, ah. Me interroga ella, después de tanta verborrea soltada. Ninguna, le digo, mientras abro el libro y leo: “Si me hubieran besado más a menudo quizá no me habría enamorado tanto”. Y -continúo con la cháchara- puesto que para el personaje su vida amorosa o más bien su vida no amorosa es inocente, sus múltiples dramas se tornan sobrecogedores para el eterno enamorado -sin ningún éxito a su favor- y entretenidas para el lector que espera cada nueva ocurrencia para un fin complaciente, no para el personaje que está condenado, si no para quien lee.
Noemí ha comenzado a vestirse -¿he dicho que estaba desnuda, recién bañada y secándose frente a mí?-, su interior colorido nuevo le ha quedado perfecto. Cierro el libro, me acerco a besarla -después de tanto desamor lo que más se quiere es lo contrario- y recuerdo del personaje: “La gente no cree en el amor hasta que no lo ve en cuerpo presente”. Y mientras acomoda su sostén de randas sobre sus senos, la huelo, recorro su cuello, acudo al amor siempre correspondido.
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