martes, 9 de octubre de 2007

Cuando los demonios cabalgan sobre un dinosaurio ebrio






“Augusto Rodríguez es un poeta ecuatoriano para leer de mañana, como un café fuerte que nos deja levitando todo el día” dice el escritor Antonio Skármeta en la contraportada del libro Cantos contra un dinosaurio ebrio (La Garúa, 2007), y acierta en lo que sustenta, porque la poesía de Rodríguez son agujas oxidadas -con la muerte colgando en todas partes- incrustándose desde las retinas hasta las entrañas del lector. Una obra radical -sobre todo si nos lastima desde la construcción a la que acude en cada poema, tanto más en la enfermiza temática que el autor se ha empecinado en llevar y cantar hasta los extremos-, que no contradice en ningún momento su personalidad creadora conservada desde sus anteriores poemarios.
Poesía no acta para intelectuales ni académicos encorbatados atrapados en sus laberintos prejuiciosos, menos para viejas encopetadas de “sociedad” (aquellas que creen que un poema sin amor no es poema). Se trata de una poesía sencilla en su construcción -casi sin filtro y esto es para tomar en cuenta-, pero compleja en su sensibilidad; así como los death metaleros hallan belleza en las canciones de Cannibal Corpse (en las aceleradas guitarras, batería destructiva y una voz gutural que parece achicharrar el cerebro en cada palabra) asimismo funciona este libro, atrayéndonos morbosamente hasta encontrarnos frente a versos que atrapan:

Los cuerpos son pequeños grabados
o bocetos ingenuos
de Dios

Él nos hace volar por el papel
con su pincel

Pero Dios
ya se fue

Y se niega a terminar
lo arruinado.
(Bocetos ingenuos, Pág. 40)

Más allá de la desesperación que el autor descubre en poemas donde la reminiscencia por el tiempo consumido y las vidas arrancadas de este mundo, está el hoyo de la infancia: el inhóspito sitio donde sus lamentos cobran intensidad y sus versos logran figuras tormentosas para las pupilas enfrentadas.

mi nacimiento
fue de carácter erróneo

lo que los comunes
llaman felicidad
yo no la viví
ni la gocé
(Yo no inventé nada, Pág. 37)


a veces mi infancia
me somete
(Prometo no escapar, Pág. 39)


Los muertos duermen, descansan en sus guaridas,
con hambre se vuelven cazadores violentos.

Solo sé que beberé mi infancia
y desapareceré ante los millones de ojos
de buitres de esta ciudad.
(Beberé mi infancia, Pág. 61)

Si bien Rodríguez mantiene su voz poética, la que ha venido puliendo desde sus anteriores poemarios, también es cierto que en esta nueva obra se nota mayor influencia de otros poetas (Leopoldo María Panero es uno de los más evidentes), que al igual que él, desencajan de la poesía convencional, rechazando a fuerza de un lenguaje agresivo y figuras chocantes el espacio literario.
La recurrencia del tema paternalista tiene peso en el libro, así el padre se vuelve esa herida sufrible que el autor expulsa en cada canto (con ira y vaga ternura de trasfondo).

Padre:
ya no quiero seguir copulando
con los muertos

ya no quiero encontrarme en mis pesadillas
con tu rostro moribundo

ya no quiero amar a mamá
ni usar tus corbatas y calzoncillos
sin tu aprobación de varón

sé que mi puñal te asesinó;
pero padre era necesario

tenía celos y envidia de ti

y bastante tengo con ser yo,
para todavía tener que cargar tu pesada cruz.
(Oración a un padre que ha fracasado, Pág. 46)


Todos los relojes dan la misma hora
y retroceden el tiempo,
cuando mi padre no era mi padre
y simplemente era un hombre
lleno de energía
que se abría paso ante esta vida.
(Mi padre, Pág. 57)

Poemario áspero y terriblemente enloquecedor, no solo para leer de mañana, sino de noche, cuando los cadáveres han acudido al sueño para desconectarse de la realidad, y la soledad se vuelve más insoportable: a la medida de estos cantos que nos dejarán levitando toda la madrugada.