lunes, 3 de diciembre de 2007

Fahrenheit 451 o como deprimirse en 24 horas





Han pasado casi dos meses desde que conseguí (muy distinto de comprar) la primera novela de Ray Bradbury. Antes de leerla me enteré de cómo y en qué condiciones logró redactarla (las ventajas de tener un hermano obsesivo con lo que lee y que es mejor investigador que uno), y no es que haya sido un factor determinante para que me acercara definitivamente a ella, sino que las otras necesidades interpuestas habían parado por un momento.
Más allá de la apocalíptica historia -aterradora para cualquier escritor- que la trama encierra, es el personaje protagonista, Montag, quien logra tornar a la obra sombría y desencadenadamente interrogativa a cada página. El espejo frente a la cama me ha descubierto lleno de picadas sobre el rostro con formas de interrogación.
Escondo el libro, tal y como el protagonista lo hace con las obras que no se atreve a quemar (la curiosidad de saber qué dicen las palabras y por qué hacen enloquecer a quienes las consumen); aunque nadie venga a quitarme nada. Soy Montag -pero a la vez distinto a él- acomodado sobre una cama, que escucha los ladridos de un perro normal -y no un monstruo de seis patas robotizado acechando con su punzón mortal a que salga de casa- que mañana vendrá moviendo su cola para lamerme. Mi esposa no es la insulsa materialista enclaustrada en la sala frente a tres paredes televisivas, absorbida por el mundo virtual donde es feliz (absurdamente feliz); no, ella pronto vendrá a besarme o a preguntarme qué me pasa. Soy Montag, un Montag del pasado que lee para no morir.
Han transcurrido casi veinticuatro horas desde que inicié y finalicé esta novela. Una sirena viola el silencio de la madrugada. Es sábado y la violencia ha cobrado nuevas víctimas, es eso o quizás la pesadilla de Bradbury empieza a ser verdad, y pronto no será una ambulancia recorriendo aceleradamente las calles con un herido o muerto dentro de ella, sino un desesperado grupo de bomberos en dirección a mí y lo que guardo. Convirtiéndome en un punto al que dirigirán mangueras -sin agua- para quemar, hasta reducir a cenizas, todo indicio de cuanto pueda brotar de mis pensamientos. Soy Montag, un Montag del pasado que lee desconsoladamente: “Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar”.

1 comentario:

Xavier dijo...

Si yo tambien tengo el mismo libro... es verdad literatura, pasado, obsesiones, pero en fin es quizás otra forma extraña de libertad.