Con Nomenclatura del internado (Mar Abierto,
2013) su autor Freddy Ayala Plazarte (Latacunga, 1983) deja asentado que su
trabajo en la lírica no ha sido algo pasajero y coyuntural, sino todo lo
contrario, se ha tratado de un discurso organizado y continuado, destacando un
universo individual feroz desde su concepción estructural y agotador desde su
visión vital, donde la infancia, la paternidad y el silencio han ahondado en su
corpus poético.
En ocasiones mis
ojos ocultan
membretes del
vacío
pero una
mariposa desfigura el amor en la ventana (p 29)
y el cuaderno
sepulta canas del loto
huérfano de la madrugada
en la esquina de un teatro
repentinamente
dibujo
el
horizonte de un antepasado
y aunque menos
sílabas tiene una sonrisa
agujas
circulares prolongan la biografía de una imagen (p 30)
En esta obra, la
voz poética, enclaustrada desde una realidad que mira desde el ayer, que
reconstruye con insistencia la deuda de reconocerse a sí misma, que busca con
afán una ruptura de su pasado, espía recuerdos y estampas marcadas, aquellas
acumuladas en su imaginario donde se reconoce en un presente insostenible.
Y retirarse en
algún amanecer de las dimensiones de lo ausente
(p 25)
Y la sombra de
un niño es un descomunal silencio en la ceniza (p 27)
Y un lazarillo
abandona sus pómulos
en la costilla
flotante
está de turno la
memoria
pero las
pantuflas impiden su despabilada (p 28)
Alrededor de
varillas los hombres encogen su antigua infancia
y aún
recuerdan
el incipiente
kilómetro después del punto (p 34)
Aquí, en estos
versos, un laberinto fantasmal de rostros y sentires, es la crónica familiar
que late y lastima, que engulle con furia. “Siempre crece la sombra de un
ausente a espalda de las muchedumbres” (p. 22), y ese peso es proyección, una
que ha resuelto desde el más complejo código delatarse, pero en el disfraz.
Es polvo también
su pensamiento
cubriendo la
nebulosidad de un trébol
solamente
invadido
por los siglos
del cero
diagrama en un
ajedrez el lenguaje de la luz (p 20)
El silencio, la
nada, el vacío apoderado de un todo que recorre estos tres tejidos (signo
primitivo, óxido y stock) hacen de este libro un rito, rito donde el hombre, que
es la voz poética, vuelve a su círculo de la infancia, donde el espacio y los
objetos son el laberinto del que no se puede escapar.
A veces mover
palabras sobre el fáctico músculo del mar
simplificando otro
recuerdo luego del atardecer
y quizá
hallar una nomenclatura de rostros
en el destiempo del tiovivo (p
32)
Aunque la
sonrisa de un niño desaparece en los vidrios del océano
tropiezo donde
los juguetes
aún conservan
huellas digitales (p 39)
Y dos canicas en
su constante retorno
miden
la distancia del olvido
y dialogar
con el mismo horizonte
antes de
perder la noción de lo ausente
boca abajo
escuchar una muchedumbre de ácaros
y arrimado a la
cebada
desprender
más rostros ante la fogata (p 41)
Un hombre
detiene su gravedad en un charco
para ver cómo se
despiden los astros
se sienta en el taburete de
ciprés
y concentra sus cejas
en el movimiento del fuego (p 44)
A veces en el
horizonte la vigilia de los minutos
incinera
pensamientos en una capucha
mientras piso el
estiércol de un disparo
exilio la infancia al
tragaluz
pretenden los talones atravesar fogatas
un escarabajo hunde su estertor en
la hojarasca (p 45)
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