Efrén Jurado
(escritor guayaquileño)
Rafael Arteaga (Atuntaqui, 1962) descifra y converge dos mundos distintos que forman un todo sustancial: El armador de relojes y Amores estériles, van cayendo en la hondonada de entelequias en que se transforma -o él transforma- la palabra. Construyendo y amando es como él transfigura la vida en un solo instante, y la convierte en presencia diaria e incomprensible, en don o en locura, en fin ¿para qué construir dardos de nostalgia y desesperación si “distinto es el tiempo en los relojes de los hombres”?
Edificando anotaciones marginales al borde de un tiempo no escrutado, Arteaga entretiene la magnificencia del armador, y se vale de la poesía para consumirlo y consumirse, destilando nociones de historia y de humanismo a lo largo y ancho de la palabra, como un toque subjetivo que gusta y aprisiona. En El armador de relojes se vislumbra como un hilo conductor la presencia innegable del tiempo –el transcurso de la historia-, y se definen parajes de la humanidad tales como la conquista española, en donde se bifurcan el dolor, la extorsión, el vejamen; y “arrojando los relojes bajo la cama,/ abrieron caminos a la muerte,/ mientras gritaban a los cielos/ haber engendrado vida”.
Y, atrapado por la connotación histórica, desfilan en la memoria laberíntica del poeta personajes varios como Homero, Aristófones, Heráclito, Sófocles, Eurípides, Esquilo, queriendo evocar a trasciendas esa memoria perenne que destella por generaciones para llegar al intersticio más profundo de cada ser.
Pero, ¿qué se conjuga en las piezas del reloj?, ¿acaso este instrumento de tiempo no es el que marca, vigila y controla nuestras vidas?, y si es así ¿quién es el armador? Todas estas preguntas naufragan en la poesía de Arteaga, buscando puerto seguro en donde calar. Luego reclama y propugna la ruptura de lo establecido.
¿Acaso no somos todos dependientes del tiempo?, ¿Acaso el tiempo no es la muerte? El poeta lo sabe y no se resigna a él, lo enfrenta.
Ese mismo ensamble y armonía, se reflejan en la inutilidad de las palabras para sustanciar lo innombrable: “No comprendió bien la caída de los cuerpos/ o la imperfección de la vida reflejada en el río,/ no trató de cambiar el mundo con sus libros/ al descubrir la inutilidad de las palabras”. Sin embargo Arteaga cual necio constructor de manicomios escritos “sabe que en el pan y el poema están los dioses”.
De la misma manera, Rafael Arteaga con gran espíritu de viajante y aventurero, escribe buscando fondos interpretativos a noches difusas y perdidas, llenas de un mar desconocido en donde aparece el poeta venciendo distancias y viajando, “aunque viajar es el oficio/ de los que no saben cómo esperar la muerte,/ las distancias que nos separan del otro mar/ nunca han de cubrirse con otro barco”. Todo ello representan descripciones autónomas en un intento por descifrar lo indescifrable -cotidianidad de vida-, en donde se refleja una mirada resignada y apacible –no pesimista-, frente a los sortilegios descifradores de tiempos vividos y por vivir, que arremeten con fuerza las ganas de ser lo que ya se es: “allí está la vida, arrugada de un lado al otro./ Y no importa el fracaso para volver a escribir”.
Esa misma mirada nos entrega a la resignación emplazada en formas disímiles de entender y ver, el consuelo no es el mejor amigo, ni la mejor forma de enfrentar al adversario y Arteaga lo sabe, sin embargo calla y se vivifica: “Recibo a mi mujer con una sonrisa/ y me vuelvo aburrido/ cuando ella empieza a gritar/ que un escritor no come de sus libros”, y vuelve a nacer para no aceptar que el armador esta vez ha jugado sucio: “A no ser que las grandes editoriales,/ un día en los que falta circo, te abortan; pero hasta ello ya eres muy viejo./ Espero que cambie tu situación”. La situación no cambiará y el reloj nos irá asesinando junto a la historia, la cotidianidad y el mundo; en este caso nos da lo mismo.
Como manifiesta el título de este escrito, encontramos a Rafael Arteaga descifrando tiempos, mundos y muertes, y es precisamente la muerte nuestra compañera de honor en Amores estériles, en donde se refleja el desafío constante de lanzarse a lo desconocido, ese vacío innato entre la escritura y el poema, Arteaga lo llena con subterfugios de dolor, amor, pasión y esterilidad.
Nos representamos frente a una vida que el poeta deslinda de la sin razón y nos la entrega en diálogo formal con la muerte, contribuyendo a nuestro derecho a la queja y a la esperanza: “Soy la única compañera que tienes –trató de convencerme-, y nunca te abandono. Yo, en cambio, decidí acelerar. La noche acogió con interés el rugido del motor”.
La presencia de factores determinantes en situaciones de riesgo y razón, desenvuelven y rescatan la entrega del oficio, mal entendido, mal pagado, mal dicho y maldito; en el cual se desnuda la pasión del escritor y sus propios desplantes hechos al calor de la noche y en desvelo:
“De corazón hipersensible, diremos que el poeta espera la palabra en el silencio para un viaje sin regreso, descifra la escritura con un torrente de aguas cristalinas arrastradas por un joyero de la palabra que enorgullece en mucho a las letras nacionales. Más adelante incursionó –y con acierto- en el cuento vernacular; no había dudas, dominaba el relato con la misma maestría que el bisturí”.
Asimismo el arte, la escritura, el oficio, la muerte, se conjugan en aspiraciones y deseos nostálgicos perdidos en el regazo de una madre o de una familia, que el poeta rememora con insistencia, convirtiendo a los amores estériles en esperanzas de una vida que abusa de su pasión. A lo largo de este libro, el desafío y la provocación toman fuerza y se estructuran al borde de diálogos, monólogos e interminables sondeos metafóricos que alucinan el espectro de la muerte, como presencia obligada en el transcurso de nuestras vidas. De la misma forma en pacto con los libros, Arteaga bosqueja y dibuja, la gráfica de los sentimientos, del poeta, de las cartas, y a su vez elabora una reminiscencia de temas que dan vuelta alrededor de su cabeza. Aquí aparece su desesperación e impotencia: “¡Llega de una vez y libérame! Imploré entonces al dios en las tinieblas, busca con su filo mi corazón, mis intestinos viscosos, en los que guardo y digiero toda la inmundicia. Y así hasta la vida”.
En Amores estériles, se hace énfasis precisamente en la esterilidad de las cosas, todo termina siendo estéril, desde nuestro más profundo hálito antes de morir, hasta las letras chamuscadas de un poema. Todo el poeta lo sintetiza y digiere, encontrando en el camino, trazos de esperanza o escepticismo.
Finalmente, El armador de relojes y Amores estériles, recogen el conjunto de piezas válidas para estructurar y levantar el todo de la escritura. Estos dos libros se conjugan, convergen y bifurcan en un halo de agonía, a través del fantasma de la palabra, para entregarnos, a manera de contribución, estas dos partes de lo que el poeta llamaría “El Gran libro de la Humanidad”. De esta manera, estos libros laten al vaivén de multiplicidades, en la profundidad del silencio, tomando resquicios de armadores y amantes en un ensueño eterno de palabras fusionadas y entregadas de esta forma por el vate pereciendo.
1 comentario:
¡Qué bueno enterarme de este escritor! Soy profe de Lengua y les estoy leyendo instructivos de Cortázar a los chicos. Uno salió con el tema del suicidio y yo le dije que lo hiciera con humor. Así que ahora le llevaré el ejemplo de Arteaga. Gracias, Baru, de Argentina
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