Noemí volvió del centro con varias películas de estreno, además de un video de una de las bandas que solemos escuchar, mientras bebemos vodka, y le leo poesía y ella se excita lentamente hasta lanzarse sobre mí y besarme sin control.
Prendimos la Tv., la introducción clásica y arcana invadió la habitación, el enfoque de las velas en el escenario fue desplazándose hasta ir delatando uno a uno a los músicos: sus siluetas, rostros, el repentino espectro de alguien conocido y valorado por muchos años, pero la cortina había cesado, dándole paso al desencanto.
The Doors había desaparecido con la muerte de Jim Morrison en 1971, eso lo sabíamos bien. Jim: el poeta, músico, alcohólico, drogo, escandaloso artista norteamericano, no era más que polvo en tierra parisina.
Tras Roadhouse blues todo fue decepción (y eso que era el primer tema). Ahí, sobre mi cama, apretados: ella acariciando mi cabello y yo entre sus piernas, pensé: nuestro ídolo continúa sepultado en otro continente, y esa floja imitación sobre el escenario está de más. Quizás el tipejo ese no tenía la culpa de haber sido seguidor de Jim como nosotros, de haberse aprendido cada uno de los temas, leído sus poemas, intentado calcar algún pasaje, no tan trágico, de su vida. Pero lo que más cabreaba era que ese par de viejos sobrevivientes de la banda: Rey Manzarek (organista) y Robby Krieger (guitarrista) le hayan lavado el cerebro al pretender suplantar a Jim (sobre todo en apariencia), eso era imperdonable; así como esa armónica atmósfera que reflejaba el público reunido en la realización del video: farsantes. Con tal que la sicodelia, el enloquecedor juego de luces, los gritos y movimientos que Jim impuso les fueran recreados, nada más les importaba.
Veteranos de porquería, habían explotado, una vez más, la fama que Jim había dejado estancada en un hotel de París.
-tranquilo flaco, me dijo ella, no te amargues por algo que no importa.
Pero sí que importaba, y mucho. Tal vez ella no se había dado cuenta del fiasco que habían armado esos dos infelices, al pretender explotar el nombre de Jim y de su banda (porque fue él quien le dio nombre y estilo). Profanar su imagen, y suplantarlo con ese mamarracho que se había dejado crecer el cabello igual que él, que había grabado cada uno de los pasos y movimientos que Jim desgastó en cada concierto dado en los años 60. No era justo que esos dos viejos pretendieran ahora ser dos tipos rudos, cuando junto a Jim eran solo dos acomplejados músicos, pretendiendo callarlo, reprochando cada una de sus transgresiones sobre el escenario.
Noemí quiso escuchar Riders on the storm. Aún seguía enganchada con la imagen deprimente que Oliver Stone le había puesto a un pasaje de su película: donde Jim de niño había visto un jefe indio, el mismo que estaría -como fantasma perseguidor- el resto de su vida. Y mientras esto lograba ella, sin descuidarse de acariciar mi cabello, recordé a Pamela, la novia de Jim. Ella, que había logrado soportar al artista, alcohólico, desaseado, conflictivo y suicida en potencia. Ella, la mujer de Los Ángeles, la que logró encender el fuego en él. La elegida.
-te entiendo flaco, no es lo mismo escuchar la voz de Jim, que ver a ese tipo parecido trasladarse sobre el escenario, dar saltos, pretender ser malo e innovador, cuando todo lo que hace ya lo ha hecho alguien más y con una personalidad sobresaliente, me dijo ella.
Solo por curiosidad decidimos ver y escuchar Light my fire, la sicodelia de esa canción nunca estaba de más, y la sugestiva letra, hasta cantada por ese mechón suplantador, nos incitaba a caricias más excitantes.
A pesar de escenas detestables de parte de Manzarek (tocando el órgano con uno de sus pies), y del desencajable coro de éste y Krieger, la canción no estuvo mal interpretada. Pero, los indicios de “fanáticos”, apareciendo esporádicamente sobre el escenario, nos anunciaban lo peor.
El concierto en dvd (L. A. Woman, live, 2003) finalizaba con Soul kitchen, y ese era el colmo de algo que pudo servir como merecido tributo a Jim: músico y poeta. La canción regular en su interpretación. El público ebrio, descontrolado, salvaje en cada acto fanático, subió al escenario: cuarentonas hippies bailando, girando sobre su propio eje; obesos mostrando su abultado tanque repleto de cerveza; banderas con el rostro de Jim por doquier; un coro interminable: Doors, Doors, Doors; y la certeza de haber mal gastado dos dólares en esa decadente producción: muestra patética de dos viejos rockeros, parte de un ícono de los sesenta, que pretendían ganar varios cientos de dólares con esa basura visual. The Doors había desaparecido con la muerte de Jim Morrison en 1971, reafirmábamos.