jueves, 29 de marzo de 2012

Una enfermedad llamada poesía



Para los que sufren las palabras no existen, están viciadas como camiseta de abuelo o de padre canceroso, en un día borroso, sin fecha, ni recuerdo” nos dice Augusto Rodríguez en su poema La espada de la enfermedad. Y así, con esta intensidad, donde lo íntimo, donde ese yo desfigurado por el tiempo se vuelve un cronista reflexivo, inicia este nuevo trabajo poético: La enfermedad invisible (Generación espontánea, 2012).

Rodríguez, logra un ejercicio de onda significación, porque es en torno a la palabra que se poetiza, la palabra como antecedente y escenario de vida y muerte, la palabra enalteciendo y sofocando recuerdos, la palabra diseccionando a la voz poética, la palabra catapulta dando contra sí misma:

Las palabras se llenan de renglón en renglón, de orilla a orilla, pero no resuelven la ira interna y el vacío.
La batalla está ardiendo, p 20

La palabra nace
porque tiene un rayo interior
y necesario a nuestros ojos.
Es un rayo que estremece
hasta al más ciego del mundo.
Un río invisible nos divide, p 23

La palabra debe enterrarse en nuestra memoria
y dejar que nos descifre desde adentro.
Desnudos en la intemperie, p 35

Las palabras son fantasmas
que me trastornan el pensamiento.
Me vuelven la memoria.
son fantasmas que me descifran
el bosque que no deseo conocer.
No deseo conocer el bosque, p 36

La palabra es un cuerpo enfermo que siempre expulsa frutas quemadas.
Un cuerpo enfermo, 39





Persiste un padre, un abuelo, un fantasma multiplicado y sediento de dolor. La muerte y su cadena de penurias, la ausencia rebozando las alcantarillas de la soledad. La vida consumiéndose en bocados frenéticos. Persiste el yacer en otros, de ser otros y en esos otros reconocerse.

Escribo en un diario
que otros escribieron
pero que ya no están.
Lenguas desenfrenadas, p 25

Sólo nos queda una última aventura o desafío en esta tierra, descifrar la palabra dios, aunque finalmente no haya dios y todo sea oscuridad y delirio.
La sangre no debe detenerse, p 27

Y esta enfermedad, no solo ataca las fibras poéticas de una voz, también, en medio de toda aquella oscuridad infecta, de toda la autoflagelación que persiste, aparece La gramática del deseo, donde el discurso logra un enfoque en lo carnal, en el consumo complementario y vital que se reclama con desespero.

Soy un ojo que observa tu cuerpo
como su propio cuerpo,
que precisa de un puente para llegar a tus ojos.
Una ciudad que desconozco, p 48

La dueña de mis sábanas, de mis pantalones,
de mis camisetas, de mis calcetines,
es un meteorito caído del mismísimo infierno.
La dueña de mis sábanas, p 57

Rodríguez continúa demostrando que no toda la poesía está escrita, que sus personajes poéticos no se han abandonado a ninguna moda vorágine, que sus versos siguen en aquella línea funesta y sombría del inicio, y que la vida, la experiencia y el trabajo con las palabras son el mejor referente para recordar que “Nada somos en esta tierra que no sea enfermedad que palpita a cada instante y en cada hueso” (Esta lengua que no me pertenece).

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