Dibujos animados (2006) del portovejense Juan Fernando Andrade (1981) es un libro de cuentos que desde el inicio logra envolver al lector por las historias aceleradas –la narrativa y el ritmo así lo confirman- que desglosa en estas doce muestras cuya finalidad es la de exponernos –porque muchos lograrán identificarse con alguno de los cuentos- en nuestras peores situaciones, incluso cuando se piensa que el entorno al que nos refugiamos podría ser el aura ideal para la felicidad.
La urbe en toda su multiplicidad es el escenario por el que Andrade hace transitar a sus desfigurados y casi anormales personajes (homosexuales, publicistas, cinéfilos, esposos sometidos, odiantes de la felicidad, actores), allí los temas parecen no perder el rumbo trazado por el autor que en cada historia nos habla de esos “dibujos animados” que son sus personajes: entes habitando, desarrollando y estancándose en una irrealidad tragicómica, donde el autor es el único ser de carne y hueso, espectador sarcástico y burlón que revela y desbarata las distintas fantasías de sus alter egos desperdigados en cada trama.
Hay constancia en el tema audiovisual (cine, televisión) como si el libro funcionara además de texto literario como argumentos de cortometrajes que exponen ciertos lados aterradores de la humanidad, pero que no se estancan en el mero terror sino que incorporan el sarcasmo, la ironía y un humor negro sutil de trasfondo que los vuelve necesarios de consumir.
El autor narrador recorre muchos de los cuentos, ya sea como un escritor, “mandarina”, cronista de cine, aunque se abstiene de ser un eyaculador precoz o joven enamorada, a quines prefiere contar sus vidas mal dibujadas y jugar –y por ende explorar- sus psicologías: así el galán despreciado de telenovela intenta ser un don nadie ante el repudio colectivo; el cinéfilo obsesivo que busca un refugio irreal entre una pantalla ante el sofocamiento de lo real; el eyaculador precoz que ante su no compatibilidad con mujeres encuentra en la homosexualidad estabilidad emocional y sexual; y, esa obsesión por hacer del amor un pecado, donde solo débiles personajes logran estancarse. Por ejemplo: “Soy asquerosamente feliz. Voy a dejarla” (Pág. 69). También cuando reafirma: “...me gusta sentir que no tengo nada, que mi existencia es tan vacía como una taza de café después del desayuno” (Pág. 70).
Pero el amor –aún siendo atentatorio- convive en muchos de los personajes, quienes con o sin él intentan darle un correcto orden al desplome de sus vidas, porque en ellos también convive la soledad, el silencio y la desesperación por esa irrealidad que los vuelve más frágiles en sus catástrofes individuales y necesitan esa “otra fuerza” -que solo el vínculo amoroso puede darles- para seguir. Así no es extraño oír (leer) de uno de ellos: “...va a marcharse como lo hizo hace diez segundos, mientras yo pensaba en esta escena sin música de fondo o de superficie” (Pág. 41).
Cuando trata el tema de la homosexualidad lo hace mediante una figura acertada que nos da a conocer la psicología trastocada del personaje masculino: “dibujó con la yema de su dedo dos círculos encima de sus pechos y un triángulo espeso bajo su cintura” (Pág. 48). A ratos se vuelve muy Saramago (como en el cuento Recados en la máquina, donde una especie de alter ego cobra vida e intenta organizar la existencia de uno de sus personajes) pero en casi toda la colección es una voz auténtica la que acompaña a estos Dibujos animados.
Un libro interesante tanto por los argumentos que el autor expone como la técnica en los diálogos: la negación de comas entre ellos y que no dificulta en ningún momento el reconocimiento de las voces de los personajes. Tal y como lo asegura una de las solapas del libro al decir que Andrade es una de las nuevas voces ecuatorianas de la narrativa, concordamos en ello, puesto que este segundo libro de cuentos confirma que estamos ante un escritor que sabe hacer y desarrolla a cabalidad su trabajo literario.
La urbe en toda su multiplicidad es el escenario por el que Andrade hace transitar a sus desfigurados y casi anormales personajes (homosexuales, publicistas, cinéfilos, esposos sometidos, odiantes de la felicidad, actores), allí los temas parecen no perder el rumbo trazado por el autor que en cada historia nos habla de esos “dibujos animados” que son sus personajes: entes habitando, desarrollando y estancándose en una irrealidad tragicómica, donde el autor es el único ser de carne y hueso, espectador sarcástico y burlón que revela y desbarata las distintas fantasías de sus alter egos desperdigados en cada trama.
Hay constancia en el tema audiovisual (cine, televisión) como si el libro funcionara además de texto literario como argumentos de cortometrajes que exponen ciertos lados aterradores de la humanidad, pero que no se estancan en el mero terror sino que incorporan el sarcasmo, la ironía y un humor negro sutil de trasfondo que los vuelve necesarios de consumir.
El autor narrador recorre muchos de los cuentos, ya sea como un escritor, “mandarina”, cronista de cine, aunque se abstiene de ser un eyaculador precoz o joven enamorada, a quines prefiere contar sus vidas mal dibujadas y jugar –y por ende explorar- sus psicologías: así el galán despreciado de telenovela intenta ser un don nadie ante el repudio colectivo; el cinéfilo obsesivo que busca un refugio irreal entre una pantalla ante el sofocamiento de lo real; el eyaculador precoz que ante su no compatibilidad con mujeres encuentra en la homosexualidad estabilidad emocional y sexual; y, esa obsesión por hacer del amor un pecado, donde solo débiles personajes logran estancarse. Por ejemplo: “Soy asquerosamente feliz. Voy a dejarla” (Pág. 69). También cuando reafirma: “...me gusta sentir que no tengo nada, que mi existencia es tan vacía como una taza de café después del desayuno” (Pág. 70).
Pero el amor –aún siendo atentatorio- convive en muchos de los personajes, quienes con o sin él intentan darle un correcto orden al desplome de sus vidas, porque en ellos también convive la soledad, el silencio y la desesperación por esa irrealidad que los vuelve más frágiles en sus catástrofes individuales y necesitan esa “otra fuerza” -que solo el vínculo amoroso puede darles- para seguir. Así no es extraño oír (leer) de uno de ellos: “...va a marcharse como lo hizo hace diez segundos, mientras yo pensaba en esta escena sin música de fondo o de superficie” (Pág. 41).
Cuando trata el tema de la homosexualidad lo hace mediante una figura acertada que nos da a conocer la psicología trastocada del personaje masculino: “dibujó con la yema de su dedo dos círculos encima de sus pechos y un triángulo espeso bajo su cintura” (Pág. 48). A ratos se vuelve muy Saramago (como en el cuento Recados en la máquina, donde una especie de alter ego cobra vida e intenta organizar la existencia de uno de sus personajes) pero en casi toda la colección es una voz auténtica la que acompaña a estos Dibujos animados.
Un libro interesante tanto por los argumentos que el autor expone como la técnica en los diálogos: la negación de comas entre ellos y que no dificulta en ningún momento el reconocimiento de las voces de los personajes. Tal y como lo asegura una de las solapas del libro al decir que Andrade es una de las nuevas voces ecuatorianas de la narrativa, concordamos en ello, puesto que este segundo libro de cuentos confirma que estamos ante un escritor que sabe hacer y desarrolla a cabalidad su trabajo literario.
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