jueves, 2 de abril de 2009

Mientras agoniza



A mi abuela Juana, casi in memorian

No habrá cortejo fúnebre encaminándose hasta otra ciudad, nació aquí y por lo tanto aquí prefiere ser sepultada. El llanto nos acompañará, sobre todo el de quienes no soporten tanta pérdida. Esto sucederá pronto: más tarde o mañana. Estamos preparados. Su cadáver y recuerdo nos acompañarán para siempre.

Mientras tanto los litros de lágrimas no dejan de consumirse. Ella continúa sobre su cama, atrapada en el delirio, susurrando palabras inentendibles, con las que bendice a diestra y siniestra a cuanto hijo, nieto y bisnieto se lo pide. Es un remedo de lo que fue. Poco queda de ella: su cuerpo, sus ganas para seguir latiendo en este cúmulo de ignorancia.

Estoy parado bajo el marco de la puerta. Ella sigue en su cama, llamando a muertos, implorando por los vivos. Jamás fui el nieto que esperó, la abandoné mucho tiempo, muchos la abandonaron. Pero en mi infancia estuve a su lado, al principio de mi adolescencia también, y esas son las mejores escenas. Ahora sólo atino a tomar una de sus manos, decirle mi nombre y esperar a que el final la alcance. Sufrir en ese estado no es digno para ella.

Como hace muchos años sucedió con Mimi, mi bisabuela paterna, contemplo ahora el mismo cuadro terminal y desgarrado, que vuelve para hacerme nuevas marcas. Y al igual que en el pasado la única forma que encuentro para tanto dolor es escribiendo algo que la pueda mantener a mi lado, aunque esto no signifique que deba ser parte del momento real.


Déjenla mentir

Nadie se opuso
a que los pollos
se despedazaran,
que las papas
se rebanasen
sin torpezas,
que las ensaladas
buscasen su consumo,
tras el desenfreno
de las doce campanadas.

Porque a nadie
se indultó del visitante enano
que se arrulló en el pecho de mi abuela.

Ella dijo,
en ese instante
previo al cataclismo,
que había llegado la noche
en que las estrellas caerían
para cumplir los deseos insospechados
de la legión hambrienta:
aquellos discípulos del vacío
malvivientes y entrometidos
apilados en las esquinas
y también de los que esperaron
con las tripas encogidas
en los rincones de sus nichos
los bocados de la sobrevivencia.

Jamás compartimos su mentira.
Porque todos vimos los orificios
con odio:
el del techo
(redondo e inmundo)
y el de su carne
(redondo e inmundo).

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