martes, 28 de agosto de 2018

Cañizares




A Gustavo lo conozco desde su poesía. Sus palabras siempre retumbando, sacándome carcajadas, logrando lo que pocos autores locales han hecho en mí: revelarme a la humanidad desde sus secretos cotidianos. Delatándome al poeta como un perdedor a tiempo completo, y, aun así, fiel a su causa.

A Gustavo lo nombro por sus poemas, donde el sarcasmo se extiende y contamina la pasibilidad de todos, de esos espacios susurrantes y enfermizos.

A Gustavo lo leo desde sus sonetos incontenibles, aquellos que hablan de la mujer, de las noches en vela junto a una botella, de la amistad… a todas aquellas cosas y emociones que interesan.

A Gustavo lo respeto porque me brindó su amistad desde hace muchos años. Una amistad que, con el tiempo, entre bromas y cervezas, se fue afianzando.

A Gustavo le debo su protección ante la malicia y odio de seudos escritores best seller, premiados internacionales, miembros de grupejos que nadie conoce. Pirómanos que quisieran verme arder.

A Gustavo lo veo en el mar, recorriendo la arena, leyéndole sus poemas a las olas, diciéndole a las gaviotas que lleven sus versos lo más alto posible. Que su poesía es de alto vuelto, diría. Y su risa se volvería un estallido.

A Gustavo lo miro desdibujado de su físico, pero latiendo más allá: en una poesía que agrupa mucha fuerza para quedarse. Y eso es suficiente para un poeta.  

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