A Gustavo lo conozco desde su poesía. Sus palabras
siempre retumbando, sacándome carcajadas, logrando lo que pocos autores locales
han hecho en mí: revelarme a la humanidad desde sus secretos cotidianos. Delatándome
al poeta como un perdedor a tiempo completo, y, aun así, fiel a su causa.
A Gustavo lo nombro por sus poemas, donde el sarcasmo se
extiende y contamina la pasibilidad de todos, de esos espacios susurrantes y
enfermizos.
A Gustavo lo leo desde sus sonetos incontenibles,
aquellos que hablan de la mujer, de las noches en vela junto a una botella, de la
amistad… a todas aquellas cosas y emociones que interesan.
A Gustavo lo respeto porque me brindó su amistad desde
hace muchos años. Una amistad que, con el tiempo, entre bromas y cervezas, se
fue afianzando.
A Gustavo le debo su protección ante la malicia y odio
de seudos escritores best seller, premiados internacionales, miembros de grupejos
que nadie conoce. Pirómanos que quisieran verme arder.
A Gustavo lo veo en el mar, recorriendo la arena, leyéndole
sus poemas a las olas, diciéndole a las gaviotas que lleven sus versos lo más
alto posible. Que su poesía es de alto vuelto, diría. Y su risa se volvería un estallido.
A Gustavo lo miro desdibujado de su físico, pero
latiendo más allá: en una poesía que agrupa mucha fuerza para quedarse. Y eso
es suficiente para un poeta.
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