domingo, 29 de julio de 2018

Dolor en la niebla



La niebla como un símbolo que todo lo oculta, a veces rala y casi siempre espesa, impenetrable. Un todo quimérico donde las formas han perdido su real dimensión, donde la imaginación juega en contra, donde las cosas y seres han mutado en algo amorfo, ese algo que se intenta reconstruir desde los recuerdos. Un recuerdo desorientado y que como quien mira desde el centro de una niebla, va a tientas.
Desde una niebla metafórica se ha construido Perros de niebla (El ángel editor / CCE, 2018) de Edison Navarro Cansino (Cotacachi, 1983). Un poemario compuesto por tres segmentos Perros de niebla (que da nombre al libro), Perro que huye y Disparo en la niebla.
Se trata de un poemario cuya voz tiene una lid que devasta con cada enfrentamiento, una lid contra el pasado, contra ese laberinto que son los recuerdos. Por eso las escenas cargadas de ausencia, una que en su paso hiere con su despojos. Una poesía donde los protagonistas pertenecen a un núcleo familiar (un padre, una madre, un hermano, un abuelo) y a quienes se habla desde una reconstrucción borrosa.
La voz poética recorre la infancia como ese principio mohoso donde todo empezó, donde las voces y sus cuerpos fueron creando una historia, una que le pertenece, que reconstruye desde el dolor, y con cada pedazo disperso hallado en la bruma de su emotividad.  
Por eso dice: “No sé si esto es un poema, pero sí la foto de mi infancia”. (Piedra al perro, p. 10)
O también cuando asegura:

“No crean de mí una sola palabra
podría decir que soy feliz sobre mi bicicleta
y no caerían en cuenta que hace 30 años tengo la piel enredada en la cadena
desgarrando el equilibrio de esta bocanada de aire.” (Sentencia, p. 19)


“Empeñé el fémur de mi hijo para construir esta casa sobre la amenaza del tiempo”. (Sentencia, p. 20)

Edison Navarro, leyendo algunos de sus poemas. 



La voz poética tiene muy clara una cosa:

“Somos la irrepetible estación de las aguas y el mar nos exige quietud
como quien pide al amor que se detenga ante las piedras”. (Monólogo, p. 22)

Por eso no puede escapar de su pasado, porque todo cuanto narra y escenifica resulta una acción inevitable: lo hace para encontrarse, para ver a cada uno de sus yo desde esa niebla en la que habita.
Así lo reafirma cuando asegura que:
 
“El mundo insiste en que estamos enfermos, pero no tosemos, ni sangramos:
no entienden que el silencio no es dolor, sino ausencia de futuro”. (Ebrio el perro, muerta la rabia, p. 36)

Pero es Disparo en la niebla, la parte más cruda de este libro, un segmento donde la voz poética advierte desde el inicio:

“Somos sin querer el pasado,
en mí, mi padre, y en él, su padre, y en él, la herida.
Mi dolor radica en su sangre:
perdón por traer a colación a tanto muerto”. (+, p. 41)

Para dar paso a un puñado de versos donde la infancia es un álbum, donde las escenas-recuerdos-dolor aparecen en un espacio fantasmal, un no lugar. Ese sitio donde se ubican estos retazos de historia, donde la soledad es un aullido que permanece en el eco que con los años, al contrario de perderse en la niebla del olvido, está más nítida estorbando la alegría.
(Texto leído en la presentación del poemario Perros de niebla, La Caverna, 20h00, 28 de julio, Manta)

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