La niebla como un símbolo que todo lo oculta, a
veces rala y casi siempre espesa, impenetrable. Un todo quimérico donde las
formas han perdido su real dimensión, donde la imaginación juega en contra,
donde las cosas y seres han mutado en algo amorfo, ese algo que se intenta
reconstruir desde los recuerdos. Un recuerdo desorientado y que como quien mira
desde el centro de una niebla, va a tientas.
Desde una niebla metafórica se ha construido Perros de niebla (El ángel editor / CCE,
2018) de Edison Navarro Cansino (Cotacachi, 1983). Un poemario compuesto por
tres segmentos Perros de niebla (que da nombre al libro), Perro que huye y
Disparo en la niebla.
Se trata de un poemario cuya voz tiene una lid que
devasta con cada enfrentamiento, una lid contra el pasado, contra ese laberinto
que son los recuerdos. Por eso las escenas cargadas de ausencia, una que en su
paso hiere con su despojos. Una poesía donde los protagonistas pertenecen a un
núcleo familiar (un padre, una madre, un hermano, un abuelo) y a quienes se
habla desde una reconstrucción borrosa.
La voz poética recorre la infancia como ese
principio mohoso donde todo empezó, donde las voces y sus cuerpos fueron
creando una historia, una que le pertenece, que reconstruye desde el dolor, y
con cada pedazo disperso hallado en la bruma de su emotividad.
Por eso dice: “No sé si esto es un poema, pero sí
la foto de mi infancia”. (Piedra al perro, p. 10)
O también cuando asegura:
“No crean de mí una sola palabra
podría decir que soy feliz sobre mi bicicleta
y no caerían en cuenta que hace 30 años tengo la
piel enredada en la cadena
desgarrando el equilibrio de esta bocanada de
aire.” (Sentencia, p. 19)
“Empeñé el fémur de mi hijo para construir esta
casa sobre la amenaza del tiempo”. (Sentencia, p. 20)
Edison Navarro, leyendo algunos de sus poemas. |
La voz poética tiene muy clara una cosa:
“Somos la irrepetible estación de las aguas y el
mar nos exige quietud
como quien pide al amor que se detenga ante las
piedras”. (Monólogo, p. 22)
Por eso no puede escapar de su pasado, porque todo
cuanto narra y escenifica resulta una acción inevitable: lo hace para
encontrarse, para ver a cada uno de sus yo desde esa niebla en la que habita.
Así lo reafirma cuando asegura que:
“El mundo insiste en que estamos enfermos, pero no
tosemos, ni sangramos:
no entienden que el silencio no es dolor, sino
ausencia de futuro”. (Ebrio el perro, muerta la rabia, p. 36)
Pero es Disparo en la niebla, la parte más cruda
de este libro, un segmento donde la voz poética advierte desde el inicio:
“Somos sin querer el pasado,
en mí, mi padre, y en él, su padre, y en él, la
herida.
Mi dolor radica en su sangre:
perdón por traer a colación a tanto muerto”. (+,
p. 41)
Para dar paso a un puñado de versos donde la infancia
es un álbum, donde las escenas-recuerdos-dolor aparecen en un espacio
fantasmal, un no lugar. Ese sitio donde se ubican estos retazos de historia,
donde la soledad es un aullido que permanece en el eco que con los años, al
contrario de perderse en la niebla del olvido, está más nítida estorbando la
alegría.
(Texto leído en la presentación del poemario Perros de niebla, La Caverna, 20h00, 28 de julio, Manta)
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