Eterna (2011), la última parte de la Trilogía de la oscuridad, me ha dejado una gran lección de vida: arriesgarse por un hijo, sin tener en cuenta un cuerpo maltrecho, sabiendo que las posibilidades de sobrevivencia son mínimas y reconociendo que alguien más (el Amo, en este caso) es superior en fuerza, no tiene importancia si sobrevive la esperanza, una capaz de todo sacrificio.
La plaga de los vampiros ha sido aniquilada, y Ephraim y Zack, pulverizados por una bomba atómica, llegaron a reconocerse una vez más en el acabose: padre e hijo. Un final funesto, pero necesario. Buen viaje a la nada.
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