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domingo, 4 de diciembre de 2022

¿Qué comentamos cuando comentamos un libro?


 

¿Qué comentamos cuando comentamos un libro? ¿nos enfocamos en la trayectoria del autor? ¿revisamos la edición (y todos los detalles que la integran) y hasta el sello editorial que la respalda? o ¿simplemente nos quedamos con la historia y planteamos un juicio crítico a partir de ella?

Las preguntas me las he dicho varias veces antes de empezar a leer un texto del cual debo escribir y luego exponer ante otros. Un comentario que dirá, en cierta medida, mi capacidad de lector y comprensión, pero, ¿uno como lector y comentarista lo dice todo en realidad? ¿será que, aunque se niegue, lo cierto es que se condiciona el juicio crítico casi siempre de forma positiva?

No conozco de presentaciones de libros donde el presentador lee un texto cuya intención es minimizar la obra, resaltar sus partes débiles, atacarlo sin ninguna consideración por clasificar al libro en una obra menor (aunque de seguro se han dado casos). Porque está el tema de las afinidades, de la amistad, del “bien común” asegurando lo positivo.

Es cierto que el comentario-opinión responde a una única lectura que diferirá con otros, porque se trata de una experiencia individual. También es cierto que en el fondo se busca crear un puente entre los posibles lectores y la obra de la que se habla. Pero, sobre todo, aunque el libro o los libros comentados tengan problemas (los que se señalará en su momento al autor, tras escenario) jamás se buscará el sabotaje.   

viernes, 17 de junio de 2022

El lector del pasado


 

Mi otro yo me habla desde las páginas de los libros leídos. En cada frase, oración o párrafo subrayado. En las anotaciones de los abordes o al final de la página. En el comentario final tras el poema, cuento o novela. Un yo perdido y recuperado en cada relectura.

Uno se va reencontrando con su lector del pasado, y va intentando recordar las motivaciones que existieron en cada uno de los momentos de lectura. La situación emocional que gobernaba en aquellos años, lo que acontecía alrededor, qué hacía y cómo vivía. Escenas borrosas que algo o poco ayudan a entender al lector y su testimonio desde los libros leídos.

¿Cuánto de ese lector de pasado sobrevive en el presente? ¿Comparte las mismas afiliaciones de ideas, los prejuicios, las emociones de aquellos años? ¿Cuánta inmadurez se constata desde la evidencia sobre las páginas?   

Cuando uno se reencuentra a veces no se reconoce.

jueves, 28 de junio de 2018

Un soneto a la honestidad radical





Por Miguel Moreira Cedeño
Lector y comunicador

Si hay una forma de describir la ópera prima de Ignacio Loor Vera estaríamos ante una narrativa cruda, explícita, honesta, popular, urbana. Propia de la nueva literatura que emerge con fuerza en la actualidad latinoamericana.

Ignacio traza con sus palabras, las historias enredadas de personajes urbanos que tienden a fracasar, a la vez nos regala la sabiduría práctica de los pueblos costeros en cada relato. El libro es un soneto a la honestidad radical, propio del estilo del autor, quien narra en cada historia la vida de personajes urbanos y sin cortapisas. Cada cuento tiene en la personalidad propia de sus textos una forma de apreciar el fracaso que muy pocas veces había leído. Explorando la vida de otros, del hombre común, del futbolista derrotado, del trabajador rutinario, de la vieja del barrio; el escritor nos invita a mirar desde otra perspectiva la frustración y desmontar la idea de que todo en la vida es una fiesta o éxito relativo, pues, al contrario, la vida no va en la línea recta, ya sabemos que hay subidas y bajadas, aunque muchas veces lo pretendamos negar.

Me fascinó en exageración la forma en cómo construye cada historia. Suspiré con la amistad de los chicos futbolistas, de los amantes de oficina, del último polvo. Una fusión de emociones, tan turbulentas como la fiesta en la cabaña frente al mar o la vergüenza de los vecinos cuando supieron que la vieja solitaria había muerto.

El escritor logra entrar en las profundidades de la conciencia humana para corregir los vergonzosos errores a los que no llevan los pecados de la carne y los vicios mundanos, acciones que, de uno u otro modo, nos hacen vulnerables, mortales.

Al final no somos más que la suma de nuestros errores, de nuestros fracasos, y quizá por eso el autor tituló su libro, como La fiesta del fracaso, porque así está pavimentado el camino al éxito, de fracaso en fracaso.
(Comentario tomado de la cuenta de Facebook de Ignacio Loor Vera)

domingo, 17 de diciembre de 2017

Leer en la fila de un banco

Foto tomada de http://eslamoda.com/razones-por-las-que-deberias-enamorarte-de-una-mujer-que-lee 


Solo los dementes lo hacen, porque ¿Quién en sus cabales no está con la masa, expectante de dar algunos pasos? ¿Quién se niega a compartir la ira de estar de pie durante cientos de minutos? ¿Quién reniega de la seriedad de los rostros? ¿Quién ignora las conversaciones entre gente desconocida? ¿Quién no desea ver a su vecino o vecina de fila? ¿Quién rechaza el odio hacia los cajeros?

Algo raro pasa cada vez que alguien prefiere tener sus ojos sobre las páginas de un objeto que evade la realidad. Un objeto que extrae sonrisas mientras el resto no encuentra ninguna gracia al estar de pie durante mucho tiempo. Un objeto insultante para los demás, porque atrae a su portador a un espacio ajeno a lo que sucede a su alrededor.

Cuando veo a un lector o lectora en la fila de un banco. Cuando sonríe, con la mirada baja, concentrado. Cuando cambia con fervor las páginas. Cuando saca de algún sitio oculto, un esfero para subrayar páginas. Entiendo que los libros aún tienen la esperanza de sobrevivir. Que un grupo “friki” siguen existiendo y pululando en lugares subyugantes como un banco.


Porque ¿Quién en sus cabales no llevaría un libro? ¿Quién se entregaría al vacío alrededor de rostros y expresiones deprimentes? ¿Quién?     

martes, 26 de agosto de 2014

Los libros que no debí leer

Imagen tomada de http://pinturaspablogallo.blogspot.com/p/relecturas-2009-2010.html



Siempre leo libros de los que me arrepiento, de los que quisiera escribir pestes para ver si su autor no vuelve a cometer la imprudencia de publicar. Siempre me detengo a tiempo, porque si ya otros lo han hecho, si ya otros, tal vez peores en su tiempo, peores ahora, continúan publicando y siendo el centro de atracción desde sus círculos, para qué molestarme por cinco o diez autores que han elegido continuar este “legado” que los hará feliz en su ciudad y quizás, si logran tener excelentes relaciones sociales, en su provincia.

Siempre leo libros que en principio no quise leer, pero que caí en sus páginas solo para confirmar por qué no debía hacerlo. Sí, a veces en medio del prejuicio desbordante me he encontrado con libros que merecieron otra oportunidad, que salvaron su pellejo. Pero también están los libros que solo sepultaron mi falsa esperanza en ellos.

Libros de amigos. Libros de autores con quienes he compartido y suelo convivir durante horas en bares. Libros de autores con quienes converso más de lo debido. Libros de autores a los que he ayudado en determinado momento. Libros de autores que siempre sugerí cosas relacionadas a la previa publicación. Libros de autores que hubiese querido editar, que me hubiese gustado salvar de su condición fantasmagórica. Libros de autores que prefirieron publicar a toda costa y entrar al círculo de los llamados “escritores” (de esos que cargan tarjetas y hacen oficios reiteradamente con aquel “título”).  

Y de todos aquellos libros que no debí leer, sea por su diseño de portada, por la diagramación, por la errada distribución de los espacios internos y externos, por el abuso de lugares comunes y por muchos otros elementos divorciados del ámbito de la edición literaria, me atreví a leerlos, me atreví porque cuando llegase el momento indicado (dentro de un bar y sin cámaras para figuretear) conversaría de todos aquellos puntos que jamás se desarrollaron en estos intentos de cuentos-novela-poema. En esos intentos de creación literaria que solo llegaron a feto sin su respectivo ciclo de gestación.