martes, 26 de junio de 2007

Odiosidades de un cinéfilo




Odio las inauguraciones en nombre de la cultura, todo ese esplendor y falsa camaradería que el público derrocha. Detesto la nata cultural de mi ciudad. Repugno mi posición de pacifista ante las aberraciones que enfrento cada vez que acudo a estos actos.
Es una posición masoquista, lo acepto: ir, aburrirme de los mismos formalismos, discursos, y ese tortuoso y erizante etcétera con el que uno –por lo menos uno contrario a todo- se encuentra cada vez que se ve atrapado voluntariamente en esta pesadilla.
Odio las inauguraciones en nombre del arte, porque precisamente quienes acuden a saturar el espacio son –en su mayoría- quienes les importa un pepino su desarrollo, es solo otra reunión más de “sociedad”, fin de una cita; ignorando estar en el inicio de algo, de ese algo importante pero venido a menos.
Eurocine se inauguró, asistí, y he aquí dos de mis lecturas de dos de los primeros filmes espectados. El resto es una retención odiosa de la que no logro liberarme.

Crimen ferpecto: ¿podría crearse algo mejor?
Sin duda los comentarios que se logra recolectar de amigos y embebidos en la materia cinéfila siempre son un excelente y acertado referente al momento de espectar una película. Nada sabía de Alex de la Iglesia, salvo el haberlo leído de parte de un amigo, el mismo que recomendaba enfrentarme a su humor negro y ese cuestionamiento constante ante la sociedad convulsionada y comercial en la que nos desplazamos, que significa su obra. Y eso hice.
Crimen ferpecto (2004) es un absorbente film español donde el humor negro y la crítica en su estado más natural (sin reparos de censura) logran un despliegue totalizador dentro de la trama. Alex de la Iglesia no solo demuestra ser un guionista y director capaz de transmitir, en medio de todo el desconcierto de sus personajes, la abertura horrorosa de la sociedad actual donde el consumismo y la frivolidad lo es todo, si no que a partir de toda esa aceptación y sumisión, enfrenta al espectador a su visión sarcástica –pero real-, insidiosa, y alarmante hasta sacar del letargo al espectador (por lo menos a quienes compartan la idea material a la que se ataca).
El reparto es una combinación precisa, ya sea por Guillermo Toledo (Rafael. Ver también su trabajo actoral en ese humorístico film llamado Los dos lados de la cama) o Mónica Cervera (Lourdes) que representan polos opuestos y estereotipados de belleza y triunfo (en el primer personaje) y fealdad y rebelión (en el segundo), tan difíciles de relacionar que en ello radica uno de los logros de la historia: la fusión de lo real y lo irreal, devastación del espejismo social y de falso poder que significa Rafael frente a la radicalidad de Lourdes: muestra despótica de feminismo posesivo, como última alternativa de género no correspondido.
La muerte, el sexo, la ciudad vista desde sus cristales comerciales y mágicos, son los elementos que el director deforma hasta, en una especie de arrepentimiento, intentar volver todo “normal”, o por lo menos simularlo así. Porque este Crimen ferpecto es la imperfectibilidad que roza el disparate, se aleja en la serenitud de la aceptación del fracaso y vuelve a recaer en la ácida comicidad de un mundo cada vez más incomprendido, ausente de héroes y plagado de víctimas sin salvación.

Un día en Europa: develando entrañas citadinas
Europa más allá de presentársenos como el escenario idóneo para el desarrollo del arte y las distintas manifestaciones creativas (tal y como los ídolos literarios y cinematográficos nos han inculcado) es también aquel paraíso desconocido –por lo menos para muchos de los chiros sin posibilidades de viaje- donde lo poco que se conoce ha sido a través de reportajes televisivos, novelas o historias de viajeros cercanos.
No es que Un día en Europa (2005) de Hannes Stôhr, nos acerque de forma directa a todo ese mundo arcano, si no que nos muestra un fragmento de aparente simplicidad que en el fondo es toda una problemática de escala mayor: incomprensión en el lenguaje (como tema central de fondo) y las facilidades de sobrevivencia de muchos de sus habitantes.
Las ciudades (Moscú, Santiago, Estambul y Berlín) que sirven de escenario para el despliegue de las cuatro historias ligadas por el tiempo –un partido de fútbol entre Galatasaray de Estambul y el Deportivo de La Coruña-, donde hurtos, autohurtos, y complicaciones entre los distintos idiomas, matizan historias que de a poco penetran en la cotidianidad de las urbes brevemente transitadas, donde los personajes sirven de perfectas carnadas para develar la vida no contada de un día en Europa, y eso para el espectador ansioso de conocer más allá de sus fronteras ya es mucho, aunque no todo.

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