Un hombre que se traiciona a sí
mismo ya no se vuelve a encontrar.
Alfredo Bryce Echenique
No soy gay, esa
es la primera verdad de esta introducción. No he pretendido serlo en esta vida
(menos en la otra que me ha prometido mi esposa cuando este “infierno-metrópolis”
se termine y todos sean arrebatados hacia el “paraíso”) pero si alguien me
preguntara cuál es el hombre que me mueve el piso, que me divierte, que me despeja
las nubes negras de la realidad, que me arrastra hasta un espacio singular, ese
sería Ben Stiller, el ridículo, conflictivo, y zopenco actor que me enseñó,
hace muchos años, que la estupidez no tiene límites, que los problemas no
llegan lentamente, porque al caos (léase ojo morado, labio partido, costillas
fracturadas, testículos aporreados y la moral pegada sobre el pavimento) se lo
busca, se lo reta y sobre todo se lo soporta de la peor manera, todo porque
estamos convencidos que al final nos espera una recompensa aliviadora.
Perdedor natural
Ben Stiller (Nueva
York, 1965) es un perdedor natural, sus interpretaciones lo centran en el
tipejo a quienes las mujeres pisotean, cachetean y finalmente terminan amando. Loco
por Mary (1998) Mi novia Polly (2004) Matrimonio compulsivo (2007) son escasas
muestras donde la desesperación y temor a la soledad, la competencia desleal,
las mentiras más increíbles, y el desdén más insoportable, son un coctel
embrutecedor que a pesar de todo le sienta bien a sus personajes.
Es un maestro,
porque nos ha enseñado a sobrevivir de nuestros conflictos, a declararnos
masoquistas, y sobre todo a meternos la idea de que nada está perdido, que un
matrimonio no es el final del camino, que el amor es renovable, y que se puede
sobrellevar las obsesiones con más amor. Porque al final de cuentas el amor es
su tema recurrente, el que gira en cuanta trama asume.
Zoolander, todo un hito
¿Qué tan
metrosexual se puede ser? Ben demostró que todo lo exageradamente posible. En Zoolander
(2001) su histrionismo alcanza el grado del absurdo total, su personaje:
acartonado, materialista y prefabricado, nos deja un legado escalofriante: los
modelos también sienten, aman y padecen. Y el dejar de ser es la muerte, el
vacío al que se huye y espanta.
Sin
traiciones
Lo
extraordinario de Ben es que jamás se ha traicionado a su condición de artista
cómico, de fanático del humor humillante y asfixiante (intenten reír con
canguil en la boca a ver si lo logran) si no que ha sido fil a sí mismo,
respetándose en su condición de actor y también de director, yendo con todo
para que su marca continúe intacta, para que sus seguidores como yo sepamos que
permanecerá en la línea, sin buscar vías alternas y traicioneras.
Recientemente lo
vi en Greenberg,
un patético y humorístico retrato donde su personaje vuelve a ser lo que
siempre ha sido: un perdedor, alguien a quien el pasado le pesa y no ha dejado
ir del todo (una ex novia, amigos y la afición por la música desde una banda no
desarrollada del todo). El centro mental del que ha salido es una excusa floja
de no aceptar la realidad, y busca el amor, el maldito amor que no le llega
(aunque sí lo hace pero quizás esas ansias de que esta chica -también
desesperada como él, temiendo a la soledad- sea una extensión de su ex novia, no logre
darle el pulso certero para continuar en el cortejo.
Es el hombre
Podría alargar
la letanía de que no soy gay, y que no he llegado a serlo por declarar que
venero (esta es la palabra más exacta que he encontrado) a Ben Stiller, pero no
por lo que es, sino por lo que hace, por su trabajo, por sus
caracterizaciones, por ser ese tipo pleno que desde una pantalla me ha enseñado
más de la vida que cualquier catedrático aburrido de los que me ha tocado.
Él es el hombre,
al que podré regresar sin vergüenza y con una sonrisa lista para ofrecerle a su
obra.
(Texto publicado originalmente en la revista de cine Fotograma # 4, 2010)
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