martes, 12 de febrero de 2013

Ben Stiller: sobrevivir para la risa




Un hombre que se traiciona a sí mismo ya no se vuelve a encontrar.

Alfredo Bryce Echenique 



No soy gay, esa es la primera verdad de esta introducción. No he pretendido serlo en esta vida (menos en la otra que me ha prometido mi esposa cuando este “infierno-metrópolis” se termine y todos sean arrebatados hacia el “paraíso”) pero si alguien me preguntara cuál es el hombre que me mueve el piso, que me divierte, que me despeja las nubes negras de la realidad, que me arrastra hasta un espacio singular, ese sería Ben Stiller, el ridículo, conflictivo, y zopenco actor que me enseñó, hace muchos años, que la estupidez no tiene límites, que los problemas no llegan lentamente, porque al caos (léase ojo morado, labio partido, costillas fracturadas, testículos aporreados y la moral pegada sobre el pavimento) se lo busca, se lo reta y sobre todo se lo soporta de la peor manera, todo porque estamos convencidos que al final nos espera una recompensa aliviadora.



Perdedor natural

Ben Stiller (Nueva York, 1965) es un perdedor natural, sus interpretaciones lo centran en el tipejo a quienes las mujeres pisotean, cachetean y finalmente terminan amando. Loco por Mary (1998) Mi novia Polly (2004) Matrimonio compulsivo (2007) son escasas muestras donde la desesperación y temor a la soledad, la competencia desleal, las mentiras más increíbles, y el desdén más insoportable, son un coctel embrutecedor que a pesar de todo le sienta bien a sus personajes.



Es un maestro, porque nos ha enseñado a sobrevivir de nuestros conflictos, a declararnos masoquistas, y sobre todo a meternos la idea de que nada está perdido, que un matrimonio no es el final del camino, que el amor es renovable, y que se puede sobrellevar las obsesiones con más amor. Porque al final de cuentas el amor es su tema recurrente, el que gira en cuanta trama asume.   
 






Zoolander, todo un hito    

¿Qué tan metrosexual se puede ser? Ben demostró que todo lo exageradamente posible. En Zoolander (2001) su histrionismo alcanza el grado del absurdo total, su personaje: acartonado, materialista y prefabricado, nos deja un legado escalofriante: los modelos también sienten, aman y padecen. Y el dejar de ser es la muerte, el vacío al que se huye y espanta.



Sin traiciones

Lo extraordinario de Ben es que jamás se ha traicionado a su condición de artista cómico, de fanático del humor humillante y asfixiante (intenten reír con canguil en la boca a ver si lo logran) si no que ha sido fil a sí mismo, respetándose en su condición de actor y también de director, yendo con todo para que su marca continúe intacta, para que sus seguidores como yo sepamos que permanecerá en la línea, sin buscar vías alternas y traicioneras.   
 





Recientemente lo vi en Greenberg, un patético y humorístico retrato donde su personaje vuelve a ser lo que siempre ha sido: un perdedor, alguien a quien el pasado le pesa y no ha dejado ir del todo (una ex novia, amigos y la afición por la música desde una banda no desarrollada del todo). El centro mental del que ha salido es una excusa floja de no aceptar la realidad, y busca el amor, el maldito amor que no le llega (aunque sí lo hace pero quizás esas ansias de que esta chica -también desesperada como él, temiendo a la soledad-  sea una extensión de su ex novia, no logre darle el pulso certero para continuar en el cortejo.
 





Es el hombre

Podría alargar la letanía de que no soy gay, y que no he llegado a serlo por declarar que venero (esta es la palabra más exacta que he encontrado) a Ben Stiller, pero no por lo que es, sino por lo que hace, por su trabajo, por sus caracterizaciones, por ser ese tipo pleno que desde una pantalla me ha enseñado más de la vida que cualquier catedrático aburrido de los que me ha tocado.


Él es el hombre, al que podré regresar sin vergüenza y con una sonrisa lista para ofrecerle a su obra.  

(Texto publicado originalmente en la revista de cine Fotograma # 4, 2010)

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