Y si justo hoy, a esta hora, cuando todos en casa duermen, cuando solo un teclado es una melodía atroz, de pausas breves, de doble bombo interminable sobre las m, cayendo sobre las u, arrastrándose hasta las e, gritándole a las r, insultando a las t, fulminándose nuevamente ante las e. Y todo en un devenir turbulento, donde el vómito, un orgasmo o una arañada podría ser el toque para despertar. Pero la muerte es el sueño sin retorno.
Sí, El cisne negro (2010, Darren Aronfsky) también me atrapó. A penas diez minutos que dejé a Nina (Natalie Portman) alabando su perfección, tras haber conjugado su dualidad siniestra, arriesgada y autodestructiva; ápice anhelante y complaciente. Halló su parte extraviada (porque siempre anduvo tras ella, acosándola desde su mente) y la volvió su vitalidad al cien por ciento, hasta quemarla.
Perturbadora y cruda, una historia que explora las subjetividades del arte desde la esencia del artista. Proponiendo a la perfección como el argumento justificable para la entrega total; la locura como el estado inaudito para ser y estar más allá de todo convencionalismo. Como la búsqueda del suicidio: bella y nefasta manifestación sin segunda escena (el arte desde un corte, desde un nudo, desde un agujero, desde un charco, desde la misma postura final...).
Película visceral y enloquecedora, recordándonos que hasta las criaturas más dóciles y sensibles guardan una fiera que se impone, a riesgo de desaparecer.
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