lunes, 7 de febrero de 2011

Jamás dejé el infierno



Cuando me suelen buscar como la mejor o quizás más inmediata opción para sugerir lecturas, decido dar detalles de lo que he terminado de leer en días pasados: cuentos, novelas, poesía, blogs. Todo suele gustar, pero cuando quien ha acudido a mí parece no lograr una convención total de mis sugerencias recurro a mi carta bajo la manga, la novela que me atrapó hace muchos años y la que se volvió desde entonces un lugar común para mis ojos.

El Infierno, entonces digo, con la facilidad “satánica” que se me tacha. Sí, El Infierno de Henry Barbusse, la mejor novela que haya logrado retratar la vida, sofocación, sensibilidad y avidez de un voyeur. Porque mientras vivimos a través de observar otras vidas (y sobre todo cuando la nuestra significa una nada perdida en una blancura sin rasgar) los minutos avanzan más despacio, nuestros pálpitos aceleran y de repente nos volvemos adictos. Adictos a la observación, a vivir mediante otros, mediante sus acciones; a regocijarnos hasta la demencia; a deleitarnos morbosamente hasta sentir que somos esos otros: desconocidos, que nos ignoran y a los que en el fondo poco nos importa su existencia, salvo su acción inmediata para entretenernos.




Soy, continúo y hasta ahora no pienso abandonar mi condición de voyeur. Veo, imagino, traduzco la realidad inmediata a mi fantasía posterior. Parejas, mujeres solitarias transitando una vereda, corriendo tras alguna similar; tocándose ante la ignorancia de todos (o casi todos); ofreciendo secretos para dos (al emisor y al voyeur).

Barbusse me enseñó que “Violo su soledad con mis ojos, pero ella no lo sabe, y no es violada”. Y además que “Otros se matan con un arma o con el veneno; yo me mataba con los minutos y las horas”.

No soy el único. Soy parte de una legión. Saludos hermanos donde quiera que estén.

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