El arpa del ceibo en llamas (Marfuz ediciones, 2010) de Antonio Vidas, es un tributo a la patria físicamente ausente, donde los núcleos: familiares, amistosos, heroicos e influyentes, son una reafirmación de pertenencia constantemente retratados. Poemario que se torna en una radiografía emotiva que expone en sus capítulos el sentir de una voz poética que a partir de su condición migratoria se reafirma en la simbología y ritualidad de su identidad.
Para el escritor Juan Secaira: “El arpa del ceibo en llamas plantea el recorrido por varios momentos —de añoranza, de ira, de rebeldía, de tristeza y de dolor—, que componen una vida, incluyendo la muerte y su irremediable llegada, por medio de constantes referencias a Dios y a su parafernalia, así como a elementos de la naturaleza, pero con la convicción de que el único milagro es el de la poesía.
Escrito desde las entrañas, o mejor dicho desde sus raíces, geográficas e íntimas, el poeta experimenta un vínculo con su entorno que no tiene nada que ver con posturas cínicas, mediáticas o falsamente vanguardistas. Versos de largo aliento, con una particular concepción de la metáfora, integran este libro, personalísimo y contundente.
Bien dice el yo poético: “Mientras llego, no me escribas; ya he talado mis manos…”.
Se trata de un autor alejado de la formalidad poética que solemos encontrar, es un poeta a su manera (Hugo Mayo tal vez lo hubiera apretado en un abrazo de hermanos distanciados en tiempo, como un abuelo frente a su nieto predilecto). Su biografía lo deja claro:
“Soy Antonio Vidas (Antonio García Vinces) de las soledades que emigraron a este mundo. Nací en la primavera de Santa Ana (abril 25 de 1974) a orillas del río Portoviejo en un pueblito con torres de naranjo y verdes golondrinas. Mi niñez es un sombrero y un machete al aire, leyendas de los abuelos, viejos pasillos de cantina, de guitarras y afectos silvestres. Mis dibujos son tiza de carbón en una pared de la escuela Ángel Arteaga, pero me tentó más la bohemia de la poesía. No tengo grupo, ni generación, ni penachos de oro en mi cabeza; a caballo lento he sido de los que van en busca del horizonte como un viento libre y salvaje que se amamantó solo del paisaje y de las lecturas antiguas, oyendo, monte adentro, los amorfinos de la tarde. Pero mi juventud es de una banca del colegio Olmedo, de los parques y las catedrales de Portoviejo; estudiante a corto plazo en Literatura y Castellano, fugitivo sediento de libertad y de descontento con el medio. No tengo oficios terrestres: he sido como los hijos del pueblo, albañil de sueños, pintor de crepúsculos, payés del verso, asesino de mosquitos, ladrón de amores.
Amo la poesía de Horacio padre e hijo, la de Ledesma y Chintolo, y ese hastío enyesado de los decapitados; la luminosidad de Dávila Andrade.
Resido en España, en un lugar del mediterráneo. Soy, de las soledades que emigraron. Soy de Manabí, ¡carajo!.”
Por eso con mucho acierto, el poeta Freddy Ayala, sostiene que: “Con mucho coraje Antonio Vidas retrocede a los escenarios de su pasado, viéndose a sí mismo en los demás, latente como un habitante más de la nostalgia, la palabra reemplaza a los ausentes de su memoria, exiliado ya en el olvido, sin aquellas voces que lo reclamen a sus orígenes, enfrentándose a sus antiguos quebrantos, pero su condición humana le permite alternar su existencia con otros semejantes. En esta obra transita la tierra de sus antepasados, Manabí, y la de su país equinoccial; Ecuador.”
La obra empezó a circular desde ayer, y se espera lo mejor para ella. Felicitaciones a Antonio por esta biografía y testamento poético. Comparto uno de sus poemas:
TUMBA DEL GRAN DÍA
Para ese verde quijote de la mancha manabita,
Hugo Mayo,
quien desposó a la Lutona
en las playas de Manta.
Tumba de mis días, ya siento tu losa pisarme los talones.
A tantas leguas de abeja tu dulzura. Oxigenas
al muerto con caídos crecimientos y flores agudas.
Ojerosa cal que ciegas precipicios que saltan de mis ojos,
tejes nudo de lluvia los dedos a que no vuelen.
¡Cómo que hoy es noviembre! Garrapatea la piedra en mi costado,
despioja en coma mis movimientos, en otros cráneos solitarios.
Veré el alba esconderse en mis ojos al cerrarse la losa del párpado,
sin oeste de sol, o este que tuve en clave de sol.
Veré mi contextura horizontal, caer el hueso nítido
en tu boca engrasada de ternura que me traga,
en tus intestinos matinales viajando a gatas;
cual moneda en tu panza de alcancía de mármol...
Tú, la glotona, la vomitadora del alma hacia el cielo,
la habladora todo el día en fechas mudas e iniciales,
y el ojo familiar del siglo que oye, al pasar el ramo...
Veré mis pies encabritados por delante de tus verjas,
la cabeza muda, arrastrar una multitud, con bridas y coronas.
Y estará alegre tu lapidario rabo al recibir mi bulto.
Día oeste que olfatea la paz
hundiendo el morro en calcáreas defunciones.
Alzas la oreja izquierda de tu cruz ante silentes maratones.
¡Cómo que hoy es domingo y no trabaja el párpado
en otras albas levantado!
Rudos óleos, misales rumiantes y cirios deslenguados rugen;
la campana que da una colleja al oído que está de espalda al rumor.
Perra tumba que vota espuma y arranca la cadena,
¡y persigue los muertos dando gritos por las calles!
¡Gusano!, es el alma que apesta y se sale por el ano,
es la horma de la vena que patea el pie seco de la sangre.
Es el corazón apeado del pecho hasta los talones,
que juega a buscar lombrices, almohadas de musgo impaciente.
¡Ah, esta tumba con pulgas y un moquillo torrencial!
Dado de palomas negras tirado al cielo,
a ganar el día perdido que nos resta de ahorradas mañanas,
¡y el ojo que trapecia enfrente numerosas trasparencias!
Y me sabrá a tierra mojada el sueño, el chillar de la hierba,
el desarrollo enano de los años que no han de crecer,
el pelo en prosa y las uñas largas en cortos gabinetes de mina,
allí donde la perra marmórea oculta su hueso y lo defiende,
y envenenada, le pega el invierno dos tiros secos de agua...
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