Nancy me dice que hable, que ya deje “eso” de solo escuchar para después andar trascribiéndolo todo, así de crudo, con nombres y apellidos, sin censura, por pura joda, como Nicole Kidman en el papel de la escritora que chismea las intimidades de la familia solo para sobresalir.
Gustavo, el marido de Nancy, me vuelve a decir (es la cuarta vez, las he contado detenidamente) que ya deje de ser mandarina, que un esposo que se respete, jamás, nunca, debe hacer caso a su mujer, menos cuando esta le dice que ya es hora de dormir, que lo espera en la cama, que venga, que deje a esos borrachos bulliciosos sin importar que estos borrachos escandalosos sean tu familia política: tu suegro, los cuñados de tu suegro, las esposas de los cuñados de tu suegro, las amigas de las esposas de los cuñados de tu suegro… no, no se puede ser mandarina, a los sometidos no les pasa nada bueno en la vida. Mejor tómate otro trago y quédate.
Juana, mi suegra, ha llevado la cuenta de todos los cigarrillos que he consumido. Más de cincuenta, me dice, solo para recordarme de la última vez que aseguré haber dejado este vicio. Un mes atrás, quizás menos. Sus ojos están tras de mí. Es la extensión de mi esposa cuando está ausente. Diez minutos han pasado y su voz retumba nuevamente: cincuenta y uno.
Simón, mi suegro, recuerda una vez más de cuando me dejó botado donde sus compadres. Estaba ebrio pero conocía el camino a casa. Yo, también ebrio no conocía el camino a casa. El resultado: un escandaloso yerno regresando en primera clase sobre una carreta, dejando un rastro fresco por si al reaccionar decidía volver por más trago. No me río, se supone que soy el chiste, y los chistes no pueden reírse de sí mismos.
Aún no son los doce, nadie me ha abrazado deseándome Feliz navidad. No creo en ella, desde adolecente me repugnó su lado comercial y amoroso. Pero muchos de los que se encuentran junto a mí en el portal lo saben, y por eso a propósito me darán un beso en la mejilla, un abrazo y después de la feliz navidad complementarán un Dios te guarde, lo harán, solo porque saben que odio esto.
Diez, nueve, ocho…se suponía que el quinto vaso con whisky debía sacarme una sonrisa natural, anestesiarme para los apretujones y volverme parte de la onda. Por eso me sirvo el sexto, hasta el tope, antes de que lleguen al cero y sea tarde.
Gustavo, el marido de Nancy, me vuelve a decir (es la cuarta vez, las he contado detenidamente) que ya deje de ser mandarina, que un esposo que se respete, jamás, nunca, debe hacer caso a su mujer, menos cuando esta le dice que ya es hora de dormir, que lo espera en la cama, que venga, que deje a esos borrachos bulliciosos sin importar que estos borrachos escandalosos sean tu familia política: tu suegro, los cuñados de tu suegro, las esposas de los cuñados de tu suegro, las amigas de las esposas de los cuñados de tu suegro… no, no se puede ser mandarina, a los sometidos no les pasa nada bueno en la vida. Mejor tómate otro trago y quédate.
Juana, mi suegra, ha llevado la cuenta de todos los cigarrillos que he consumido. Más de cincuenta, me dice, solo para recordarme de la última vez que aseguré haber dejado este vicio. Un mes atrás, quizás menos. Sus ojos están tras de mí. Es la extensión de mi esposa cuando está ausente. Diez minutos han pasado y su voz retumba nuevamente: cincuenta y uno.
Simón, mi suegro, recuerda una vez más de cuando me dejó botado donde sus compadres. Estaba ebrio pero conocía el camino a casa. Yo, también ebrio no conocía el camino a casa. El resultado: un escandaloso yerno regresando en primera clase sobre una carreta, dejando un rastro fresco por si al reaccionar decidía volver por más trago. No me río, se supone que soy el chiste, y los chistes no pueden reírse de sí mismos.
Aún no son los doce, nadie me ha abrazado deseándome Feliz navidad. No creo en ella, desde adolecente me repugnó su lado comercial y amoroso. Pero muchos de los que se encuentran junto a mí en el portal lo saben, y por eso a propósito me darán un beso en la mejilla, un abrazo y después de la feliz navidad complementarán un Dios te guarde, lo harán, solo porque saben que odio esto.
Diez, nueve, ocho…se suponía que el quinto vaso con whisky debía sacarme una sonrisa natural, anestesiarme para los apretujones y volverme parte de la onda. Por eso me sirvo el sexto, hasta el tope, antes de que lleguen al cero y sea tarde.
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