jueves, 7 de octubre de 2021

Entender el entusiasmo de los otros

Hace diez años, tras una acalorada conversación en defensa de las novelas de Bryce Echenique (el humor, lo absurdo, lo tragicómico de las situaciones que presentaban los personajes), mi compañero de trabajo me dijo que no había leído a uno de los grandes, que el autor que defendía a capa y espada era un niño baboso junto a esa obra maestra. No le creí nada.

Quizás fue por el ejemplar destartalado que me presentó tres días después; por la portada con una especie de detective vagabundo; por las páginas arrugadas; o por la pasta que lucía distintos colores de cinta evitando su desintegración total. Un mes estuvo conmigo ese ejemplar que había cumplido un rol importante: ser leído y con afán. Un mes lo contemplé cada vez que me proponía a leerlo, sin embargo, nunca pasé de la introducción del editor.

Una década después, y luego de ir tras un título que me entusiasmaba bastante, lo encontré mientras me dirigía a la caja de pago de la librería. Recordé el comentario de mi excompañero de trabajo. De su emoción cuando me hizo un resumen de la historia. De ese personaje irritante que protagonizaba esa alocada novela. Entonces supe que el momento de leerla había llegado.

 

Semana y media me bastó para entender el entusiasmo de los otros, para arrepentirme por no haberla leído antes. Ahora soy uno de los miles de fans de La conjura delos necios. Odié y, en cierta medida, entendí a Ignatius Reily: ¿Un sin vergüenza mantenido saboteándose a sí mismo? ¿Un idealista extraviado en una ciudad pacata y sofocante?

Ahora estoy listo para acalorarme en nuevas conversaciones, ya no en defensa de Bryce Echenique (a quien no he abandonado) sino en esa adictiva historia de un tipo contra todos, es decir, contra ese mundo abominable que solo aprendió a respirar y late para enfurecerlo y no comprender cada una de sus empresas, por más absurdas que parezcan.   

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