También vagué por calles solitarias en madrugadas; zigzagueante y enfurecido sin importar los peligros de la noche. Vagabundo e indecente que repetía su hazaña dos veces por semana. Una sombra aletargada que se iba desfigurando de la realidad, esa temida y desconcertante nada que permanecía incólume, precisa para el choque.
Entonces recordaba la creación de Víctor Frankenstein: ese ser solitario refugiado en montañas y cuevas, desde donde observaba y aprendía; desde donde tenía el impulso de juntarse con los otros que parecían regocijarse entre todos; ser escuchado y querido. Pero cada uno de sus intentos, cargados de rechazo, solo le llenó de odio, uno que entendí.
También exigí una compañera, con la cual refugiarme lejos de los odiantes; la dualidad que entendiera cada motivación y filia; que aniquilara la soledad y con la cual yacer en paz. Pero al igual que Víctor con su creación, la vida me fue negando la posibilidad por muchos años (intentos y ensoñaciones), y desde ahí, desfigurado desde el centro, me entregué al horror.
Luego de la barbarie interna y salvaje, sigo pensando en la pira, sobre ella el silencio y punto final como futuro.
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