A
veces, solo a veces, uno mira en retrospectiva las relaciones pasadas. El ayer
como recordatorio de lo dicho y actuado. La vivencia como escenas de una
historia donde nos reconocemos a penas. Imágenes de otras versiones de nosotros
de las que casi siempre nos avergonzamos.
A
eso nos remite Vidas pasadas (2023, Celine Song), una historia donde el amor es
solo una idea más cercana al recuerdo, a un país, a una costumbre, al puente
cultural alejado. Ese amor que con los años deja de importar, pero que habita en
un rincón.
Esto
porque la ciudad y cultura configuran la perspectiva de los individuos. Por eso
Nora ve extraño el anhelo de Hae de casarse, tener hijos y quizás vivir
apaciblemente en un país donde el sueño rosa (desde los doramas) parece
multiplicarse para todos; donde el amor es un sentimiento casi incorruptible.
Y,
aunque, el film nos recuerde que muchos amores de juventud sobreviven décadas,
también nos demuestra que el pasado es mejor dejarlo enclaustrado, en el ayer
donde otras motivaciones se impusieron, ahí, en ese limbo, donde cuesta
reconocerse y muchas veces se contempla con rabia o resignación. Porque esas
vidas que integran la juventud ya no existen.