Junto a Eduardo y Lenin. |
A Guayaquil y Riobamba
Si algo debo
agradecerle a la literatura, a la escritura, a estar en constante relación con
la actividad artística y cultural, es al hecho de viajar y conocer gente, gente
con mucho en común, de quienes se aprende, de quienes nos van quedando pláticas
casi interminables, historias donde la vida y la muerte, donde el amor y el
dolor, donde progresos y retrocesos conforman una alucinada masa conformada de
palabras.
La semana pasada
he tenido dos experiencias agradables, dos momentos con dos generaciones
distintas entre sí, quizás con un pequeño hilo llamado literatura, pero con un
abismo entre ellos. Poetas viejos y jóvenes, poetas rememorando un pasado donde
fueron una especie de “dios”, pasado de gente que ya no está, de poetas que
buscaron una corbata o un revólver para desconectarse de la vida, poetas
amantes, poetas odiantes, poetas para alimentar la madrugada.
Junto a Lenin Vimos, Calih Rodríguez y Lenin Ordóñez, en Riobamba. |
Pero ha sido la
generación más joven la que más revitalizó. Recorriendo una ciudad
desmitificada, agrupando y escupiendo palabras desde la llegada hasta la
partida. Una generación vital en todos sus actos. Una generación que engulle el
arte porque es su alimento. Una generación acelerada, de soluciones inmediatas.
Una generación de poetas, músicos, actores, pintores y activistas culturales
que no dan tregua a sus proyectos.
Si algo debo
agradecerle a la literatura, es el hecho de poder viajar a otras ciudades, de
conocer a gente, de grabar nuevos nombres, de ir alimentando las redes sociales
con nuevas “amistades virtuales” que han dejado de serlo, porque se ha
respirado y bebido y conversado junto a ellas. Y eso para toda experiencia artística,
siempre será el mejor justificativo de existir.
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