
Puedo pasar 24 horas respirando (como si se tratase de mi oxígeno salvador) dos o tres versos, incluso un poema completo. Inyectarme una dosis sin fecha de caducidad de algún poemario duro y conmovedor. Someterme a una diálisis creativa para que toda la poesía interna que me circula salga y vuelva renovada. Sufrir una metamorfosis ante la sola palabra p-o-e-s-í-a.
Pero hay días en que la poesía se vuelve difícil de tragar, como pescado con espina. Y preferimos dejar que el tiempo nos renueve, y nos sometemos a nuevas inyecciones, diálisis y metamorfosis, solo para descubrir lo que ya sabíamos: el problema no es el lector, es la poesía que leemos, una desahuciada masa condenada.

Así encuentro a los poemarios En el braille de tu piel (2008) y X mi derecho a decirlo (2009) de Darío Ramos. Libros condenados al anonimato, al fracaso global (aunque el éxito local nos diga y responda a otras cosas). El primero por presumir de erótico mientras cae en lo chabacano y trivial. El segundo por aproximarse demasiado a la poesía de cartel: aburrida para este siglo de intensidad en sus múltiples temas de espaldas a la política.
Ya Bukowski lo dijo en su poema A la puta que se llevó mis poemas:
…siempre habrá dinero y putas y borrachos
hasta que caiga la última bomba,
pero como dijo Dios,
cruzándose de piernas:
“veo que he creado muchos poetas
pero no tanta poesía”.
Y el viejo sabía que cientos y miles de poemarios continuarían publicándose, después de llegar a su tumba, pero que solo los más destacados sobresaldrían.
Ya Bukowski lo dijo en su poema A la puta que se llevó mis poemas:
…siempre habrá dinero y putas y borrachos
hasta que caiga la última bomba,
pero como dijo Dios,
cruzándose de piernas:
“veo que he creado muchos poetas
pero no tanta poesía”.
Y el viejo sabía que cientos y miles de poemarios continuarían publicándose, después de llegar a su tumba, pero que solo los más destacados sobresaldrían.